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LA CRÓNICA Réquiem por un chino "deconstruido" MERCEDES ABAD

De pequeña, cuando el concepto de week end no estaba todavía ni en la barriga de su madre ni en la mente de su padre, solía pasarme las mañanas de domingo visitando derribos con mi padre. De esa época en la que me vi privada de las tiernas visitas dominicales al zoológico pero que, a cambio, me permitió pisar el fastuoso solar del cine Windsor recién derruido, me ha quedado una invencible y casi sádica fascinación por los escombros, los cascotes y la labor furiosamente destructiva de las excavadoras afanándose como sañudas criaturas mitológicas en medio de fabulosas polvaredas. Tal era la excitación que se apoderaba de mí y el febril fulgor de mi mirada, que ningún miembro de mi familia dudaba que de mayor continuaría la tradición de derribos familiares o me haría promotora inmobiliaria. No creo que el trauma haya sido estudiado desde una perspectiva científica, pero si algún día lo fuera, sería bonito que lo llamaran el síndrome de la hija del derribista.Desde entonces, he visitado solares ilustres y densamente emotivos de media Europa. Entre todos ellos, conservo el inflamado recuerdo del momento en que, por fin, pude zafarme de los amigos que me querían arrastrar a ver no sé qué insulso monumento y me asomé con trémula emoción al enorme boquete en que se habían convertido Les Halles de París tras su derribo, mucho antes de que las autoridades colocaran la primera piedra del proyecto de Bofill. O el día en que por fin visité el Checkpoint Charly, un agujero recorrido por una multitud de industriosas excavadoras cuya perturbadra belleza me hizo perder el conocimiento.

Ebria de derribos, en los años noventa me enteré de que el Raval sería probablemente el barrio de este país con más movimiento especulativo y ahí trasladé mis reales. O gioia! En esa época ya nadie hablaba de derribos, sino de enderrocs, glorioso vocablo que deja en los labios un inconfundible sabor a malvasía on the rocks. Donde antes había putas, macarras pendencieros y otras gentes de mal vivir, se abrían paso las excavadoras y los picapedreros a golpe de pico y pala, con celestial fragor de edificios desplomándose. Vi caer con fruición el cine Céntrico y el cine Pedró, antigua sede de la Filmoteca, y arrugué el ceño ante el cadáver del Liceo, pues nunca me ha gustado que la naturaleza nos gane la partida en nuestra labor devastadora.

Hasta ahora, sin embargo, no había visto nada cuya belleza fuera remotamente comparable por su lacerante desolación al inmenso solar que se abre desde la calle del Hospital hasta la de Sant Pau, entre las calles de Cadena y Sant Jeroni. Tanto es así que me sabría fatal que ustedes se perdieran tan embriagador panorama. Ya sólo quedan en pie tres edificios, brutalmente desgajados de sus antiguos compañeros, con las medianeras al aire, como una vedette decrépita y abierta de piernas que nos dejara escudriñar su raída ropa interior. Allí, una Mh Plus hurga y remueve la tierra dejando a su paso un panorama de profundas trincheras llenas de tuberías retorcidas como brazos implorantes, pura belleza expresionista que recuerda al mejor Giacometti.

Soy feliz, qué quieren. Hace unos años corrió el rumor de que en Barcelona no morían los chinos. Pero este chino se está muriendo a base de bien. No sólo tengo derribos como para solazar mi alma hasta el 2024, sino que aquí he hecho un capital descubrimiento. Lo que antes fueron derribos y luego pasó a llamarse enderrocs ha sido bendecido ahora, según se puede observar en los carteles publicitarios, con la afortunada expresión de desconstruccions. Un alivio, créanme. No me negarán que ser la hija de un deconstructor no es un prodigio de finura. ¡Hasta dónde no llegarán los largos tentáculos de Derrida, ese otro gran derribista!

De hecho, si no fuera porque los obreros que operan en la zona me miran con algo que no tiene nada que ver con el respeto con que me miraban cuando era la hija del patrón y saludan mi presencia con silbiditos, me sentiría voluptuosamente transportada a mi más tierna infancia.

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