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Cataluña: el hecho y el derecho

JORDI SOLÉ TURA

Mucha gente se pregunta por qué la fuerza más votada en Cataluña, la formación encabezada por Pasqual Maragall, estará en la oposición, y la fuerza derrotada en votos, Convergència i Unió (CiU), seguirá gobernando. La explicación es muy sencilla y muy ilustrativa a la vez. Aunque parezca mentira, Cataluña no tiene una ley electoral propia. Cuando se redactó su Estatuto de Autonomía, uno de los puntos más peliagudos fue, precisamente, el del procedimiento a seguir para las primeras elecciones al Parlamento de Cataluña hasta que se alcanzó un acuerdo provisional, según el cual la circunscripción de Barcelona elegiría un diputado por cada 50.000 habitantes y que Girona, Lleida y Tarragona elegirían un mínimo de seis diputados más uno de cada 40.000 habitantes. Todo ello, repito, con carácter provisional, a la espera de una ley electoral de Cataluña.Han pasado veinte años, diche ley no existe y las normas provisionales se han convertido en fijas porque el Gobierno de CiU entendió que éstas eran las que mejores resultados le daban y, por consiguiente, no las modificó. Y así hemos llegado, finalmente, a la aberración jurídica de los resultados electorales del pasado día 17. Sin duda, Cataluña necesita una ley electoral, y ésta será una de las tareas a abordar, pero las razones de fondo de lo ocurrido son más complejas.

Se ha hablado, por ejemplo, de la fuerte abstención del electorado catalán, casi un 40%. Pero si se examinan con detalle los resultados se verá que esta abstención es desigual y relativa. Los votantes del PSC-Ciutadans pel Canvi, por ejemplo, han aumentado en 376.000 respecto a las elecciones anteriores, y, por consiguiente, no parece que sus electores se hayan abstenido mucho. En cambio, los de CiU han bajado en 147.747, y los del Partido Popular, en 125.978, o sea, que o bien se han abstenido o han votado por otras formaciones.

Pero esto no es nuevo. En líneas generales, es lo mismo que ocurrió en las recientes elecciones municipales. El PSC subió de manera espectacular, subió un poco Esquerra Republicana y bajaron muchísimo CiU y el PP. Y si bien se mira, ésta fue también la tendencia en las elecciones generales de 1996, en las que el PSC le sacó unos diez puntos de ventaja a CiU y casi veinte al PP. De modo que no es un episodio nuevo, sino algo más, una tendencia general al cambio en Cataluña y un rechazo creciente y continuado hacia CiU y el PP. Por esto entiendo que las elecciones del pasado día 17 expresan la continuidad de este proceso de cambio y, a la vez, señalan el final de una fase y el comienzo de otra.

Durante los últimos cuatro años, la Generalitat de Cataluña se ha convertido en un peso muerto o casi muerto. Se han planteado batallas secundarias como si fuesen esenciales, y, en general, la acción política del Gobierno y del propio Parlamento se ha reducido a mínimos. No sé si alguien es capaz de definir hoy en qué consiste el nacionalismo de CiU y, muy especialmente, de sus máximos dirigentes, y lo único que está claro es que Jordi Pujol se tiene en pie gracias al apoyo del PP y que su tarea principal es, a su vez, apoyar al PP en Madrid. Si Cataluña no se ha estancado del todo, si a pesar de este peso muerto ha seguido adelante, ha sido sobre todo por la acción de unos ayuntamientos y de unos gobiernos municipales, grandes y pequeños, que han batallado seriamente, a pesar de la obstrucción sistemática de un Jordi Pujol que los veía y los ve como enemigos.

El sentido profundo de estas últimas elecciones era, precisamente, acabar con este estancamiento, iniciar una nueva fase para recuperar el tiempo y el espacio perdidos y convertir a Cataluña en uno de los grandes motores de una España federal capaz de hacer frente al reto inminente de la moneda única y de la nueva Europa.

Desgraciadamente, el comienzo de esta nueva fase se va a alargar porque el sistema electoral ha dado una victoria pírrica y más aparente que real a CiU, con la inapreciable ayuda del grupo de Julio Anguita, gran especialista en quitar votos a la izquierda y enviarlos a la papelera, para regocijo de la derecha. Esto es, a mi entender, lo más preocupante, porque en esta fase el Gobierno de Cataluña estará en unas manos rechazadas por la mayoría de sus electores y, por consiguiente, será más débil, menos capaz de proponer soluciones y de forjar consensos sobre los grandes desafíos que nos esperan, más preocupado por sus interioridades y las peleas de unos delfines que ya huelen la caída final del jefe, más dependiente de sus extrañas relaciones con un PP que en las elecciones municipales y autonómicas de junio ya mostró su propia tendencia a la baja. Y, en definitiva, menos capaz de generar ilusiones colectivas.

Mientras tanto, la oposición, sustentada en el apoyo de la mayoría de los electores, tendrá que actuar como un auténtico Gobierno frente al Gobierno aparente de la Generalitat, tendrá que suscitar entusiasmos frente a la apatía de unos gobernantes derrotados y sin horizontes, proponer ideas nuevas, presentar proyectos de futuro para los diversos colectivos, potenciar la acción de los ayuntamientos como grandes ejes de una nueva política y, en definitiva, empezar a gobernar de hecho llenando los espacios que los gobernantes llamados de derecho serán incapaces de recorrer.

Será más complejo y más heterodoxo, pero también más interesante y más innovador hasta que las próximas elecciones despejen, definitivamente, un camino que CiU y sus aliados convertirán cada vez más en una descomunal colección de atascos. Es una lástima que Cataluña pierda cuatro años de futuro cuando los electores han pedido lo contrario, pero se puede empezar a forjar este futuro desde otros ángulos, desde otros espacios, desde otras ideas y, por encima de todo, desde unos entusiasmos colectivos que acaben para siempre con el victimismo y con los falsos certificados de patriotismo y permitan respirar a pleno pulmón los nuevos aires que ya se detectan en el horizonte.

Jordi Solé Tura es diputado por el PSC-PSOE.

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