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Nunca el Gobierno se queja

Desde su creación en 1956, ningún Gobierno español ha expresado nunca la más leve queja por el tratamiento recibido en Televisión Española. Por la jefatura del Gobierno han pasado desde aquella efemérides personajes tan variopintos como, por orden de aparición en la pantalla, Francisco Franco, Luis Carrero, Carlos Arias, Adolfo Suárez, Leopoldo Calvo Sotelo, Felipe González y José María Aznar. No son muchos, la verdad, sobre todo si se compara con otras épocas en que los presidentes de Gobierno rotaban a gran velocidad. Pero aun con los pocos que son, ya es casualidad que, viniendo de tan enfrentadas posiciones políticas, ninguno de ellos haya manifestado algún malestar, un reproche, ni siquiera un suspiro de resignación, por algo que en TVE se haya dicho de ellos o de sus adláteres.Por contra, no se conoce ningún líder de la oposición, en tiempos de clandestinidad como de libertad, que no haya pronunciado su más severa repulsa por el gubernamentalismo de TVE. Por supuesto, no es lo mismo quejarse ahora, pertrechada la oposición de cronómetros para medir el tiempo de su presencia, que cuando Fraga señoreaba Prado del Rey desde el Ministerio de Información y mantenía a raya a la oposición. Pero ya fueran los populares cuando los socialistas decidían titulares y vetaban presencias, ya los socialistas cuando los populares abren sus partes informativos con el apasionante relato de la intensa actividad ministerial, lo cierto es que, igual que ningún Gobierno se queja, ninguna oposición ha dejado de quejarse del trato recibido en TVE.

¿Tiene la cosa remedio? Pues sí, quizá podría tener hasta dos, radical uno, reformista el otro. El más radical, en la ola de terceras vías que nos invade, sería su privatización. Al cabo, ¿en qué es pública nuestra televisión pública? Publicidad la escupe a espuertas, como la peor de las comerciales; teleseries, todas las que se quiera; producciones propias, exactamente del mismo calibre que las de cualquier televisión privada. Nada revela que es pública excepto que crece bien agarrada a las ubres del presupuesto. Este Gobierno, que lo ha privatizado todo, podría vender TVE al mejor postor: nadie lamentará una irreparable pérdida para la cultura española.

No lo hará, no; pero no por un desmedido afán por lo público sino porque ningún Gobierno en sus cabales renuncia a tan formidable instrumento de propaganda ni a tan goloso pastel que repartir entre amigos y leales. No sólo no lo hará, sino que en los últimos años las televisiones públicas al servicio de pequeños gobiernos se han multiplicado como hongos. El argumento de canallas en que ha venido a parar la monserga de la recuperación de las señas de identidad vale para todo, para censurar libros como para inyectar dinero a, y colocar amigos en televisiones creadas a la mayor gloria de los gobiernos de las naciones en construcción.

Descartada la solución radical, queda la reformista. En un trámite parlamentario, Almunia ha propuesto a Aznar una reforma que consistiría en que el Parlamento, en lugar del Gobierno, nombre al director general. Hablando en plata, esa propuesta significa que el director del Ente sería nombrado por consenso entre Gobierno y oposición, esto es, entre Partido Popular y PSOE: interesante iniciativa si no existieran precedentes de lottizzazione entre partidos, o sea, de cuotas que los partidos se distribuyen en organismos públicos. En todo caso, merece la pena intentarlo: los socialistas podrían elaborar un poco más su proyecto, someterlo a debate público y presentarlo en debida forma al Congreso. A lo mejor se produce el milagro y en lo que nos queda de vida disfrutamos escuchando por vez primera una queja, una quejita tan solo, de un Gobierno -socialista o popular, el que toque- por el trato recibido en televisión: habría sonado entonces el fin de un periodo histórico que comenzó con Francisco Franco y que perdura como si tal cosa con José María Aznar. Y es que por TVE no pasa el tiempo.

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