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Tribuna
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El chollo de la política

El salario de los políticos es uno de los asuntos que suele amenizar tertulias, cenáculos y barras de bar. La cosa tiene su morbo, y no tanto por el monto de las nóminas -que sin ser un secreto, por lo general se ignoran- sino por la a menudo infausta convicción de que nuestros representantes y gestores públicos no se ganan el pan. Soslayaremos la disputa anotando que, en efecto, unos se lo ganan con creces y otros viven como unos prebendados agusanando los presupuestos de la Administración. Con el agravante de que esta conducta parasitaria es la que más se delata con el consiguiente escándalo, aunque tampoco excesivo, todo hay que decirlo. La dedicación política no goza en estos momentos de la mejor valoración debido, y no sólo por ello, a tantos émulos de Alí Babá como andan sueltos.El asunto, digo, ha sido atizado estos días por los intentos frustrados o consumados de mejorar los ingresos de diputados provinciales y concejales, desequilibrados, según alegan, con relación a los que perciben ciertos funcionarios y sus mismos homólogos de Catalunya y el País Vasco. Para enmendar tales diferencias se ha instado a la Federación Valenciana de Municipios y Provincias (FVMP) a fin de que dictamine cuál es el monto en que se debe incrementar los sueldos. Parece una decisión adecuada para garantizar la proporción más ajustada e impedir los agravios comparativos y las alcaldadas.

Nada podrá objetarse a que la clase política, que carece de sindicatos para sacarle las castañas del fuego, mire por su pan llevar. La dedicación a este oficio, exceptuados pocos casos vocacionales y místicos, es ya una salida laboral como otra, y prueba de ello es la cantidad de años que muchos oficiantes se demoran en el tajo. En consecuencia, han de ocuparse del IPC, la inflación y, en suma, de su nivel de sustento y confort. Día llegará en que reclamen el derecho a la huelga, si es que consiguen hacernos distinguir los días que trabajan de los que se abstienen. Eso es comprensible. Lo chocante es oírles exclamar que ganaban más dinero en sus labores privadas y deben ser recompensados. ¡Pues vuelvan ustedes a sus labores privadas, que nadie es imprescindible, y mucho menos en política!

Viene todo esto a colación de los empeños de las corporaciones locales valencianas para subirse el sueldo. La Diputación de Valencia, por ejemplo, se ha escanciado unas mejoras de hasta el 25 %, con el unánime aplauso de todos los grupos. Desde el presidente hasta el último de los diputados han considerado que lo que va delante ya se tiene y no han esperado al dictamen de la FVMP. Una exhibición espléndida de codicia que dice muy poco a su favor, y menos a favor de un ente perfectamente prescindible, pues no hace falta para nada en el marco autonómico. Mera fuente inflacionaria que nadie echaría de menos si se cancela.

La Diputación de Alicante no le ha ido a la zaga y su insigne presidente, Julio de España y Olé, ha tirado de chequera -de la nuestra, claro- y ha escanciado suculentos premios entre el personal de confianza. Nada menos que fundirá 120 millones más de lo que le venía costando mantener su equipo de gestión. El caballero, digamos a título indicativo, se rodea de una cohorte de asesores -siete, nada menos- al precio de 4,5 millones por cabeza e incluso una gerente de imagen institucional que se llevará casi siete kilos por hacer el paripé de cumplir una misión imposible, y lo que es peor, gratuita. ¿Acaso no se ha mirado al espejo don Julio y se ha preguntado para qué demonios sirve el tinglado que preside? Pregunta pertinente, asimismo, para Fernando Giner, de Valencia. Carlos Fabra, del taifato castellonense, es otra historia: su linaje al frente de la Corporación procede desde poco después de los visigodos y Castellón no se entiende sin su soberano predicamento.

Sólo nos faltaba saber que los altos cargos de la Generalitat han aumentado un 18 % desde que el PP gobierna. No es extraño que descienda el paro y que la política sea un chollo. ¿En qué quedó la austeridad predicada?

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