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Abstenciones

LUIS DANIEL IZPIZUA

Poco antes de las recientes elecciones catalanas, Pascual Maragall declaraba que él no había perdido nunca, y estos días parece empeñado en demostrar que sigue sin hacerlo. Tiene razón, en cierto modo, ya que su candidatura es la que ha recibido el mayor número de votos, pero la aritmética electoral favorece a otro tipo de conjunciones que lo hacen casi perdedor de la consulta. Sea como sea, lo destacable en esa insistente afirmación victoriosa es el talante personal que deja vislumbrar, más que su falsedad o verdad. Un talante que tal vez puede ser tachado de orgulloso, pero en el que prefiero detectar una naturaleza peleona, correosa, dotada de una fuerte voluntad que precisa desplegarse. Una vez metido en faena, empuja. Y eso no está mal.

A mí me cae bien Pascual Maragall. Me gusta su aspecto informal, casi desaliñado, su aura de edad indefinida, de joven agazapado tras las arrugas del cuerpo. Lo he visto una sola vez, hará unos diez años, en una verbena del barrio de Gracia, y aquella noche grabó en mí una imagen de Barcelona que no he olvidado. No sé si apareció allí como alcalde o como ciudadano anónimo, pero es evidente que fue recibido por el gentío como su alcalde visitando la fiesta. En la noche calurosa, de bailongo, sudor y cerveza derramada, el ambiente no dejaba de ser civilizado y amable, y aquella aparición recibida en olor de multitudes acabó por completar el cuadro: Barcelona es una ciudad europea, pero es también una ciudad sureña, una ciudad con una personalidad fuerte e intransferible. En Maragall creí percibir una mezcla de timidez, tenacidad y astucia.

Sé que su programa electoral ha sido tildado de impreciso y poco claro. Y es posible que lo haya sido. Pero también es cierto que se apreciaba en él, al menos desde la distancia, un aire nuevo, y no sólo respecto al pujolismo, sino a toda la política española en general. Tengo la impresión de que hemos perdido la oportunidad de disfrutar de una personalidad política original, que se deja ver más en acción que en las cerradas imprecisiones de un programa. Su valoración de las ciudades, de los núcleos locales, como centros de vitalidad, así como su propuesta federal para España me parecen interesantísimas, y me hubiera gustado ver cómo las concretaba, cómo las ponía en marcha.

Su campaña, sin embargo, ha tenido un punto negro. Resulta difícil determinar los motivos que llevan a la ciudadanía a abstenerse en unas elecciones, pues suelen ser muy diversos. No obstante, cuando la abstención es porcentualmente elevada y supera con creces la previsible abstención técnica, es factible apelar a determinados motivos. Más aún cuando, como en el caso de Cataluña, se da con preferencia en determinadas consultas electorales. La baja participación es una constante en las elecciones para el Parlament de Cataluña y parece responder a un escaso interés de la población catalana por sus instituciones autonómicas. Se esperaba que la irrupción de Maragall atenuara esa tónica, pero no ha sabido hacerlo. Las personalidades ganadoras a derribar acaban imponiendo su modelo, los hijos adoptan la estrategia del padre a suplantar, y es posible que Maragall en esta campaña haya sido todavía el hijo de Pujol. No tengo dudas, sin embargo, de que si hubiera ganado las elecciones habría acabado imponiéndose su personalidad y que, al ser ésta mucho más integradora que la de Pujol, hubiera incidido en futuras elecciones de forma positiva sobre el cuerpo electoral catalán.

Integrar es, me parece, una palabra clave en el discurso de Maragall. Desintegrar es, por el contrario, la consecuencia de las iniciativas de los adalides de la "construcción nacional vasca". Tendremos ocasión de volver a hablar de ello, pero la llamada a la abstención de la coalición EH para las próximas elecciones me parece indicativa del talante totalitario y dañino de esa opción política. Dice Arzalluz que le parece una iniciativa legítima, pero no puede ser legítima una iniciativa cuyo objetivo es de partida distorsionador y que nace para hacer suya una fuerza que no le pertenece: para usurpar la voluntad popular. Una fuerza que quiere imponer el silencio para hacerlo suyo no es una fuerza democrática. Esa fuerza sólo entiende de aclamaciones callejeras como las de la plaza de Oriente. El resto es silencio, y esa fuerza quiere, como el pequeño gallego, obligarnos a creer que le pertenece entero. ¡Cuánta nostalgia!

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