Siglo XXI: ¿un mundo mejor o 'un mundo feliz'?
FEDERICO MAYOR ZARAGOZA Y JÉRÔME BINDÉ
El año 2000, foco de temores y esperanza, cuando el futuro se presenta de forma cada vez más incierta, llegará mañana mismo. ¿Sobrevivirá la humanidad al siglo XXI? Ilya Prigogine asevera que no podemos predecir el futuro, pero sí prepararlo. ¿Estamos preparados para el siglo XXI? Precisamente, nuestra capacidad de ponerlo en duda nos ha impelido a dotar a la comunidad internacional de un instrumento de observación: un informe mundial prospectivo titulado The World Ahead: Our Future in the Making (publicado también en francés por las ediciones Odile Jacob y Unesco bajo el título Un monde nouveau). Con él pretendemos dar respuesta a algunas preguntas como ¿estamos realmente amenazados por una bomba demográfica?, ¿habrá alimentos suficientes para todos?, ¿podremos erradicar la pobreza?, ¿nos dirigimos hacia un apartheid urbano y social general que relegaría a la democracia al museo de la historia?, ¿encontrarán las mujeres su lugar?, ¿la sociedad del futuro sucumbirá ante la droga?Sin embargo, existen muchas otras preguntas: ¿cómo luchar contra el calentamiento del planeta y la desertificación?, ¿nos pelearemos por el agua?, ¿seremos capaces de dominar las formas renovables de energía como la energía solar?, ¿contribuirán las nuevas tecnologías a ensanchar el abismo entre ricos y pobres, o más bien a fomentar la enseñanza a distancia?, ¿se extinguirá el 50% o incluso el 90% de las lenguas de aquí a final del siglo XXI?, ¿se producirá un milagro en África?, ¿cómo pasar de una cultura de violencia a una cultura de paz?, ¿tendrá el siglo XXI un perfil humano o el rictus fingido del mejor de los mundos?
En el umbral del siglo XXI, tenemos que plantearnos cuatro desafíos importantes. El primero es la paz. Aunque la guerra fría terminó hace tiempo, en la actualidad vivimos una paz caliente. Desde la caída del Muro de Berlín, más de treinta guerras, en su mayoría intraestatales, continúan devastando amplias regiones del mundo. La ilusión de una paz perpetua y del final de la historia ha desaparecido.
El segundo desafío es la pobreza. ¿Será el próximo siglo testigo de una miseria sin paragón, en la que los desfavorecidos observarán, del otro lado del cristal blindado del apartheid urbano y social, una riqueza sin precedente? ¿Será el siglo XXI sinónimo de desigualdad creciente y vertiginosa? A sus puertas, más de 3.000 millones de personas (o sea, más de la mitad de la humanidad) viven en la pobreza, con menos de dos dólares al día. Comparando la renta del 20% más rico de la población a la del 20% más pobre, la proporción ha pasado de 30 a 1 en 1960, de 61 a 1 en 1991 y de 82 a 1 en 1995. Aquí vemos, pues, cómo se va consolidando la sociedad de "una quinta parte".
El tercer gran reto se refiere al desarrollo sostenible y a la gestión adecuada del entorno. Según un estudio canadiense, harían falta tres planetas como el nuestro para albergar a toda la población de la Tierra si todos siguiéramos el ritmo de consumo que prevalece hoy en Norteamérica. Los modelos actuales de desarrollo, basados en la explotación desenfrenada de recursos no renovables, amenazan con poner irremediablemente en peligro el desarrollo de las generaciones venideras. Ya va siendo hora de que nos planteemos cuánto más nos hace falta para saciarnos. La humanidad es consciente de su vulnerabilidad, puesto que se ha procurado la capacidad técnica necesaria para autodestruirse. ¿Quién nos enseñará a "dominar nuestro dominio"?
Por último, el cuarto desafío: el denominado síndrome del "barco al garete". Como consecuencia del proceso de globalización, los problemas ya no quedan retenidos en las aduanas y los puestos fronterizos. Lo mismo ocurre con las nubes radiactivas. Este tipo de problemas requiere soluciones a escala mundial. Como bien dicen los viejos lobos de mar: "De nada sirve un buen viento a quien no sabe adónde va". Tampoco sirve de mucho un viento favorable a un piloto que ha roto el timón. ¿Cuál es nuestro puerto a largo plazo? Cabe poner en duda que en realidad tengamos uno. Muchos Estados parecen haber perdido las cartas de marear, la bitácora e incluso la voluntad de fijarse un rumbo. ¿Acaso ha quedado la historia en manos de "capitanes anónimos"?
Nuestra gran misión para el siglo XXI será superar estos cuatro desafíos. Como afirmaba Einstein, "en momentos de crisis, sólo la imaginación es más importante que el conocimiento". Por eso, si buscamos humanizar la mundialización para darle sentido, no podemos hacer caso omiso de la hipótesis destinada a redefinir la sociedad planetaria. Cuatro contratos deberían constituir los pilares de la nueva democracia internacional.
En primer lugar hemos de sellar un nuevo contrato social, según el compromiso que asumieron los Gobiernos en la Cumbre para el Desarrollo Social de Copenhague. Su objetivo prioritario sería reconstruir una sociedad volcada en la cooperación, a fin de erradicar la pobreza y reducir las disparidades escandalosas, que no conducen sino a la desesperanza y la exclusión. Es nuestro deber regular la tercera revolución industrial y humanizarla antes de que sea demasiado tarde. Debemos redistribuir los dividendos de la mundialización para dar fin a la asimetría que genera una "sociedad de la quinta parte".
Luego hemos de concluir un contrato natural fundado en la alianza de la ciencia, el desarrollo y la preservación del medio ambiente. Para hacerlo debemos ir más allá del contrato social, negociado entre contemporáneos, y suscribir un contrato natural de desarrollo sostenible y respetuoso de la Tierra basado en la ética del futuro y destinado a liberar a la ciencia de su delirio prometeico de dominar la naturaleza.
El tercer contrato es el cultural. La educación para todos a lo largo de toda la vida es uno de sus ejes fundamentales. Este objetivo será de máxima prioridad tanto para los gobiernos como para la sociedad en su conjunto y para cada ciudadano, que, emulando a Sócrates, nunca dejará de aprender, ni de aprender a aprender. Sin embargo, la solución no adquirirá los visos de un milagro. Habrá que reunir los recursos necesarios y, además, desmantelar el apartheid escolar y universitario en expansión para reconstruir la educación en tanto que proyecto ciudadano e instrumento de democratización. De no existir una voluntad política firme a largo plazo, podríamos encontrarnos ante una segmentación de la educación para todos y para toda la vida, de acuerdo con una lógica fraccionaria en la que una minoría de elegidos tendría acceso al "paraíso del saber", los con-
denados al ostracismo estarían abocados al infierno de los nuevos guetos educativos y la inmensa mayoría se encontraría en un purgatorio sin sentido.Un factor determinante para la consecución de este contrato cultural es la revolución de las nuevas tecnologías, que, aun siendo un desafío importante, constituirá asimismo una herramienta fundamental. Hemos de pasar de la sociedad de la información a la del conocimiento, incluso donde el teléfono sea todavía un lujo. ¿La educación a distancia transformará las instituciones educativas en mundos virtuales de aquí al año 2020? ¿Será capaz de instaurar una educación sin distancias, que incluya a los excluidos y alcance a los parias del saber? ¿Obraremos con la sabiduría suficiente como para sellar un contrato que favorezca el pluralismo y la convivencia, en lugar de promover el conformismo? ¿Seremos capaces de dotar al desarrollo de una dimensión cultural y colocar en su centro al ser humano, al que hasta ahora ha subyugado?
El último contrato, el ético, servirá para dar de nuevo sentido y perspectiva a la aventura humana. Hemos de plantearnos, en primer lugar, cómo promover el auge de una cultura de paz y de un desarrollo inteligente que, en lugar de oprimir al ser humano, sea sinónimo de expansión, basado en el saber y la articulación del conocimiento y la competencia. En segundo lugar, debemos encontrar la forma de consolidar la democracia tanto en el tiempo, forjando una concepción anticipadora y prospectiva de la ciudadanía, como en el espacio. Ante el auge de una economía de mercado a escala planetaria, tendremos que inventar una democracia que no se limite a un territorio, una democracia sin fronteras ni espaciales, ni temporales. Una nueva cultura de la democracia ha de afianzarse más allá de los dilemas de la asimilación y la fragmentación de la identidad y de las contradicciones que enfrentan al Estado y al mercado. Tendremos, pues, que redefinir la base misma de la democracia: la asociación, concepto fundador tanto para Rousseau como para Tocqueville.
No podremos concluir este contrato ético mientras no aprendamos a compartir. La globalización sólo será un éxito si beneficia a todos. Éste es el objetivo que se ha fijado el G-8 en una de sus recientes cumbres. Este deseo ha de realizarse en el marco de la realidad histórica. El informe recomienda que los dividendos de la paz se empleen para condonar, a partir del año 2000, la deuda de los Estados más endeudados, ofreciendo así a muchas regiones del mundo (África en particular) la posibilidad de comenzar sobre nuevas bases.
El tercer capítulo del contrato de paz y de gobierno planetarios lo ocupa el vasto ámbito de la ética del futuro. ¿Cómo rehabilitar el largo plazo y liberarnos de la hegemonía del corto plazo? ¿Cómo reforzar la capacidad de anticipación y prospectiva? Según las palabras de un historiador griego, "un dirigente político no debe limitarse a tener las manos limpias; también ha de tener limpios los ojos". ¿Cómo introducir la ética del futuro, que es la ética del presente para el porvenir, en la educación de nuestros hijos y de sus futuros gobernantes?
Existen medios y soluciones para afrontar los retos del siglo XXI, pero es necesario estimular la voluntad política. ¿Saldrá la cuenta demasiado cara? No lo creemos así. Recordemos que los gastos de defensa representan entre 700.000 y 800.000 millones de dólares anuales y que podríamos obtener ingresos considerables reduciendo gastos inútiles, mejorando la productividad de los servicios públicos y de las administraciones, suprimiendo las inversiones ineficaces y luchando contra la corrupción. Recordemos que las Naciones Unidas cifran en 40.000 millones de dólares anuales el coste de la consecución y el mantenimiento del acceso universal a la educación básica, a una alimentación adecuada, al agua potable, a infraestructuras sanitarias básicas, así como a la atención obstétrica y ginecológica para las mujeres. Esta cantidad representa menos del 4% de la riqueza que ostentan las 225 mayores fortunas del mundo. Por un lado, 40.000 millones de dólares que no se invierten; por otro, entre 700.000 y 800.000 millones de dólares que se gastan cada año en defensa. ¿Existen acaso dos rasgos, dos medidas? ¿Resulta demasiado caro el precio de la paz, del desarrollo, de la democracia? "No esperemos nada del siglo XXI, dice Gabriel García Márquez. Es el siglo XXI el que lo espera todo de nosotros".
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.