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Octavio y Paz

Octavio Paz era más de una persona, igual que todo el mundo, pero tal vez de un modo más radical: implacable y generoso, accesible y hermético, ángel y ogro. Quizá por eso, a su lado uno siempre sentía tanta reverencia como temor, se encontraba medio en el cielo y medio en el infierno, feliz pero también amedrentado. Paz era implacable en sus juicios, seguramente porque le había costado años de estudio y de meditación formarlos; no toleraba las frivolidades y podía resultar amenazador con los disidentes que alabaran, por ejemplo, un cuadro o un libro que a él no le agradasen: "Pero... ¡no me diga que le gustó!", decía entonces, clavando en su víctima una mirada hiriente, una mirada sin escapatoria. Octavio era generoso, estaba eternamente dispuesto a hacerles un hueco a sus amigos en mitad de la vorágine en la que se movía y tengo pruebas de que le obsesionaba intentar ser justo con la gente: la primera vez que lo vi, en un salón del hotel Palace, fue para hacerle una entrevista; llevaba las preguntas por escrito y, después de leerlas, me preguntó si me importaba que él también las contestase de ese modo. Lo hizo, pero también hizo otra cosa, que fue publicar el trabajo por su cuenta, en la revista Vuelta, aunque firmado por otra persona. Algunos años más tarde, cuando ya teníamos más confianza, le mencioné el error y él pareció encolerizarse: "¡Pero cómo no me lo dijo hasta ahora! ¡Y no me diga que no tiene importancia, claro que la tiene!". En su siguiente libro, un ensayo titulado Convergencias, incluyó ésa y otras entrevistas, que para entonces ya le había hecho, bajo el epígrafe "Conversaciones con Benjamín Prado", y es evidente que lo hizo menos por él que por mí, para resarcirme de aquel mínimo daño con una recompensa desmesurada. No conozco muchas celebridades capaces de ser esa clase de hombre.Además de implacable y generoso, Octavio Paz era accesible y hermético. Accesible, porque nunca se protegió de los demás, no vivía acorazado contra los otros ni mostraba esa histeria un poco ridícula con que un montón de escritorzuelos se refugian hoy en día de su presunta fama, en cuanto salen dos veces en un periódico, sino que era muy normal que cuando le llamabas a su casa él mismo te cogiera el teléfono. Accesible, también, porque jamás dejaba de discutir y escuchar con atención tus argumentos, siempre y cuando fueran eso, argumentos, y no opiniones ligeras, para las que me temo que nunca fue muy paciente. Su hermetismo se mostraba tanto en la firmeza innegociable con que defendía determinadas opiniones literarias o políticas como en la determinación con que durante más de treinta años guardó su vida privada para sí mismo y para su mujer, Marie José Paz.

Todas esas contradicciones estaban en los ojos de Octavio, en aquella mirada a partes iguales infernal y arcangélica que es la protagonista del cincuenta por ciento de la exposición que acaba de inaugurar en Madrid el Círculo de Lectores y en la que pueden recordarse los poemas que escribió para ilustrar o ser ilustrados por pintores como Tàpies, Balthus, Motherwell, Barthélémy o Vicente Rojo. Al pasear por la sala donde se ofrece la muestra, vemos las creaciones de Tàpies o el libro-maleta de Rojo sobre Marcel Duchamp y luego los vemos otra vez desde los ojos de Paz, igual que si en cada ocasión fuésemos tres personas en lugar de una. La experiencia resulta extraordinaria.

En la otra mitad de la exposición, la que mezcla doce collages de Marie José con diez poemas complementarios de su marido, está el Octavio Paz secreto, el que vivía al otro lado de todo esto. Las obras de Marie Jo son exquisitas, mágicas, boscosas; son cajas de música cuya música es el silencio y que están formadas por objetos sencillos e incongruentes entre sí -unas canicas de vidrio, una pieza de ajedrez, un dragón, unos estuches para guardar las pesas de una báscula- que, al juntarse, logran una armonía magnética y que tienen la virtud de recordarnos a nosotros mismos, de ser episodios de nuestra infancia, como si la artista hubiera venido a recogerlos en nuestras propias vidas. Octavio se hizo más transparente que nunca al escribir esos poemas, en su mayor parte inéditos hasta hoy, y nos deja observar, por una vez, ese mundo desconocido que ellos dos habitaron juntos. Merece la pena acercarse a esta exposición para descubrirlo, para ver qué hubo dentro de aquello que quisimos tanto.

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