Muestras sin valor
La primera cosa es que si Zaplana quería hacerle un fino obsequio a su amiga María Consuelo Reyna por los servicios que le ha prestado, podía haberle puesto casa en Miami o crear un galardón acorde con sus merecimientos en lugar de concederle un mérito cultural cuyo irreversible carácter institucional debería ser en todo ajeno a veleidades fecundas en turbias sombras de sospecha. También supongo, a manera de metáfora inconveniente, que si Bill Clinton propusiera a Mónica Lewinsky para la Medalla del Congreso, más de un asesor presidencial haría lo indecible para que su jefe desistiera de tal propósito, y con mayor razón si otro de los galardones era concedido al mismo tiempo a Noam Chomsky. Pero Zaplana, y muy probablemente también sus asesores, no saben de qué va la cosa, o bien se limitan a funcionar como expertos en la gestión premiada de su prosperidad, de modo que no vacilan (a reserva de artimañas propias de quien sabe que la publicidad es enemiga de sus chuscos intereses) en distinguir con un premio institucional a la cultura a la persona que ha hecho del antiintelectualismo vital la razón de ser de su furibunda carrera profesional, hasta el punto de haber sido finiquitada por su empresa de derechas de toda la vida como solución de emergencia para que su periódico afronte la ímproba tarea de reorientarse hacia la decencia sobrevenida.La segunda es que quienes acudieron a recoger su galardón en semejante compañía quedan contaminados para siempre por una distinción irremisiblemente teñida desde ahora por la sospecha de que cualquiera puede apropiársela a poco que acierte a montar la más contundente bronca tabernaria durante el mayor tiempo posible. Si el buscabullas García Sentandreu consiguiera movilizar a cinco mil infelices dando la tabarra en la calle semana tras semana, ¿sería recompensado en octubre próximo con el galardón cívico a cuenta de todos los valencianos? Por otra parte, que viene a ser más o menos la misma, ¿de verdad el admirado amigo Manolo Valdés necesita a estas alturas ser reconocido por un dúo de africanistas reconvertidos por razones de mercado como son Zaplana y la marimandona señora de Rafa Blasco? ¿No es más verosímil la hipótesis de que se trata precisamente de lo contrario, de que el artista de ejemplar trayectoria legitima con su aceptación los espesos manejos de una desenvuelta pareja entregada sin desmayo a la avilantez política? Se dirá que ninguno de los que aceptaron acompañar en la farsa a la señora de Sánchez Carrascosa es responsable de la selección de los agraciados y que, de todos modos, queda fuera de duda que merecen ese galardón y otros que les fueran concedidos. Y es cierto. Pero lo mismo pudo decir Pedro Ruiz, rector de una Universidad contra la que tan alegremente se han ensañado el ilustre premiador y la deslustrada premiada, y optó por la elegancia de una elocuente ausencia y la cortesía institucional de aceptar por delegación la envenenada deferencia.
Y la tercera y última monserga de hoy va de que es bastante posible que la lucha de clases haya terminado, como anuncia un pletórico Tony Blair desde su profesión de primer ministro y no de homeless a tiempo completo, pero no está claro que ese milenarista acontecimiento sirva de excusa para dar por hecho que la dignidad deba desaparecer como uno de los propósitos mayores en el horizonte de las conductas. Tampoco hay que ponerse demasiado serios para sugerir que la política cultural del popularismo valenciano realmente existente no es ya que opte con descaro por primar el clientelismo, que eso lo han hecho desde casi siempre muchos poderes de este mundo, sino que tiende cada vez más a ver en los profesionales del arte, el que sea, algo así como una pandilla de groupies menesterosos cuya obra se difunde con dinero público, con mucho dinero público, siempre que los beneficiados eludan manifestarse sobre los aspectos más lúgubres de esa clase de recias prácticas políticas. El resultado es que muchos creadores (del audiovisual o de la narrativa, del teatro o de la plástica) mantienen con el poder esa clase de relación perversa que consiste en restringir sus demandas públicas a la obtención de los medios que facilitarán la circulación de tantas muestras de iconoclastas subvencionados. Si no ¿de qué Rita Barberá podría besuquear impunemente a Sofía Loren o Kathleen Turner, Luis Berlanga o Kathy Jurado, en lugar de tener que conformarse con recibir a la más allegada Paquita Rico?
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