Aplausos a la compañía AGUSTÍ FANCELLI
La foto de los candidatos es como los canelones por Sant Esteve: hartan a muerte tras el festín del día anterior, pero sin ellos no se cumple con la tradición. La mañana se levantaba ayer con la espesura de la bechamel y el sopor de la ingesta excesiva. Llegaban los candidatos al parque de la Ciutadella con cadencia lenta. El primero en personarse fue Antoni Lucchetti, que montaba guardia desde unos 20 minutos antes de la cita, acordada frente al Parlament para las once de la mañana. Siguieron a Lucchetti, por este orden, Maragall, Ribó, Carod y Forés, esta última a pie bajo los plátanos del parque, haciendo gala de su condición incontaminante e incontaminada. Minutos después de las once se detenía ante el Parlament el Peugeot burdeos de Fernández Díaz y tras él, a muy corta distancia, el Audi oscuro de Pujol.
Viéndoles posar ante el objetivo, el símil que a uno le cae más a mano es el de los cantantes saludando al final de una ópera. Están algo aturdidos y exhaustos, por lo que reclaman al director de escena, Joan Sánchez en este caso, que piense por ellos y los coloque según le convenga. Sánchez opta por, de izquierda a derecha, Lucchetti, Carod, Fernández Díaz, Pujol, Maragall, Ribó y Forés. ¿Ninguna objeción? Pues vamos allá. Atención, pajarito. Ya está.
Congratulaciones al fotógrafo por la rapidez: a los candidatos aún les falta posar para algunos medios más en otros puntos de la ciudad. Se dispersan rápidos, salvo Pujol, que se queda conversando lejos de los micrófonos con una pareja de edad que paseaba por el parque. Al final, el marido le asegura que dos votos ya los tiene.
Tras el ritual fotográfico de la jornada de reflexión, el candidato convergente tenía previsto ir a comer a Sant Feliu de Guíxols, invitado por el portavoz parlamentario López de Lerma. Y por la tarde, a descansar un rato, ¿no? "Pues la verdad es que no estoy cansado". Este hombre no se sale del guión ni siquiera ante la evidencia.
La ópera electoral, de contenido épico donde las haya, ha sido larga. Pongamos una Aida. Cuatro actos en los que hay mucho de todo. Por un lado, está un pueblo opresor, el egipcio, y un pueblo oprimido, el etíope. Salen también un faraón todopoderoso y un soldado intrépido, que canta: "Se quel guerrier io fossi, se il mio sogno s"avverasse", si yo fuera el guerrero elegido para conducir al pueblo a la victoria... Radamés, además, está secretamente enamorado del enemigo, esto es de la esclava etíope Aida, mientras el padre de ésta intriga para sonsacarle al militar el lugar en el que debe librarse la batalla decisiva. Y luego está Amneris, dispuesta a pactar a cualquier precio, a cerrar los ojos y pasar por alto un enamoramiento políticamente tan incorrecto, a cambio, claro está, de que Radamés renuncie para siempre a Aida y se case con ella. ¿Acaso Verdi pensaba en las elecciones al Parlament? No exactamente, pero sí tenía muy presentes los avatares políticos de su país durante la segunda mitad del siglo XIX. Después de todo, quizá tanto no hemos cambiado.
Lo bueno de la ópera electoral es que la crítica no hay que hacerla en la misma noche de la función. Hay un día largo para pensar detenidamente si uno se siente más egipcio o más etíope, más faraón o más amante despechado. Un día entero para pensar a cuál de los cantantes aplaudiremos con mayor entrega una vez caído el telón de la campaña.
Ayer los artistas saludaban juntos ante la cámara. Pero hoy es cuando salen a saludar al proscenio uno por uno, para ser aclamados o abucheados según hayan convencido más o menos durante la representación.
Hay una grandeza dramática en todo esto. Cuando todas las marchas triunfales ya no son más que un eco difuminado, queda por fin el individuo solo ante una simple lista de nombres impresa en un papel barato que caerá en una urna. De ello y sólo de ello depende el triunfo o la derrota. No cabe duda de que, desde los tiempos de los egipcios y los etíopes, cuando las divergencias de criterio se dirimían a garrotazo limpio, hemos salido ganando. Por eso, ayer, era el momento de aplaudir a toda la compañía. Montar una Aida nunca fue fácil.
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