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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Un golpe anunciado

Pakistán ha tenido Gobiernos militares durante la mitad de sus 52 turbulentos años. Ellos mandan cuando ejercen el poder directamente, y también cuando se lo conceden a civiles bajo su vigilancia. Como otros tres Gobiernos previos, el de Nawaz Sharif ha tenido un final prematuro, esta vez a manos de una mezcla de impaciencia castrense y descontento popular. A diferencia de otros cuartelazos, los generales no han decretado la ley marcial y hay calma en el país musulmán de 140 millones de habitantes, que espera en un limbo político que los golpistas anuncien sus intenciones. Entre las opciones manejadas por el jefe de las Fuerzas Armadas, general Pervez Musharraf -cuya súbita destitución, el martes, es el antecedente inmediato del golpe-, la menos mala es la devolución de las riendas a un Gabinete interino encargado de convocar elecciones; la peor, el mantenimiento de los generales al frente del Estado islámico hasta esas elecciones.La destitución de un Gobierno legítimo en un país con armamento nuclear, situado en una encrucijada geopolítica decisiva y fracturado por profundas divisiones religiosas y sociales, tiene mucho más alcance que la quiebra de la norma constitucional. En el caso paquistaní, sin embargo, el golpe de timón de los militares estaba cantado. La situación de Sharif, que al frente de la Liga Musulmana consiguió una rotunda mayoría en las elecciones de 1997, era insostenible desde hace meses. El primer ministro ahora arrestado comenzó definitivamente a caer cuando en julio pasado, presionado por EE UU, ordenó la retirada de sus tropas de la frontera con Cachemira.

Aquella decisión, recibida por los militares como una suprema humillación, le granjeó también la enemiga de los partidos islámicos fundamentalistas, varios y bien organizados, que le acusaron de haber vendido la disputada región de los Himalayas que ha provocado ya dos guerras con India. Los jefes del más importante, Jamaat-i-Islami, preveían tomar este mes las calles de Islamabad, la capital, si Sharif no dimitía.

Pero llovía sobre mojado, porque Sharif, más atento a la concentración arbitraria de su poder que a la gobernación de un gigante con pies de barro, se había enajenado casi todos los apoyos posibles en un Pakistán cuya economía, en ruinas, sobrevive con el oxígeno del Fondo Monetario. Había centralizado el poder en Punjab, para afrenta de las otras tres provincias y de la oposición; permitido que la ley de la selva se instalara en las calles de las grandes ciudades; aplicado recetas impositivas del FMI que sublevaron a los comerciantes, antiguos aliados. El mes pasado, una veintena de partidos formaron una gran alianza para derrocarle. El penúltimo clavo en su ataúd ha sido el resurgimiento, tras meses de relativa calma, de las sangrientas luchas entre la mayoría suní y la minoría shií. Algunos partidos religiosos llamaban la semana pasada a los militares a "actuar para salvar al país". Musharraf y los suyos no esperaban otra cosa.

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