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Revisionistas

Celosos funcionarios autonómicos revisan los libros de texto de sus respectivas comunidades para aislar en ellos los virus del centralismo, sutilísimo especimen que en su más artera mutación se ha tornado invisible y sólo se detecta por omisión.A veces esta búsqueda infatigable y minuciosa es recompensada con el éxito y el insomne inquisidor consigue que retiren de la circulación ese libro emponzoñado que, con la fingida pretensión de ilustrar a los escolares canarios sobre medios de transporte, ofendía su sensibilidad autonómica al hablar de trenes y ríos cuando en las islas no existen ni ríos ni trenes.

Canarias no tiene transporte fluvial ni ferroviario, pero a cambio puede enorgullecerse, al parecer, de una abundante cosecha de figuras literarias de primerísimo orden, como se deduce de la pretensión de su comité autonómico y anónimo de sabios de que el cincuenta por ciento de los autores españoles mencionados en los libros escolares sean nativos del archipiélago.

Hasta hace unos años, los textos colegiales de historia de España contenían más mitología que historia, más loa que análisis, más ficción que rigor. Entre el poema épico y el cuento de Calleja pululaban por estos mamotretos héroes espurios, trasgos humanizados, psicópatas magnificados y demonios coronados, envueltos en fanfarrias y oropeles que trataban de tapar nuestras (suyas) históricas vergüenzas y desvergüenzas para no dar pábulo ni hacerle el caldo gordo a la leyenda negra que alentaban en el exterior judíos, masones y comunistas.

Aquellos revisionistas, históricos e hispánicos, que podrían ser los padres espirituales de estos revisionistas y reduccionistas autonómicos, eran hombres de armas tomar, que presentaban con los más halagadores tintes, como modelo y paradigma de sabio gobierno, por poner un ejemplo de libro, la simpática anécdota de La campana de Huesca, en la que el buen rey Ramiro III el Monje decapitaba a los nobles revoltosos y usaba sus cabezas como badajos de campana.

Tras el reparto de retazos de nuestra fingida historia común entre las diferentes autonomías nativas, a los madrileños nos han expropiado, felizmente, a muchos de estos célebres energúrnenos que hoy contarán quizás con más líneas de glosa nacionalista en sus respectivas biblias comunales.

Hasta que Felipe II les obsequió con el regalo envenenado de la capitalidad, los madrileños no pintaron nada en los libros colectivos y vivieron tal vez en una miopía feliz, una especie de utopía bucólica y pastoril, con ángeles agrícolas que manejaban el arado para que el santo varón Isidro no interrumpiera sus preces a la sombra.

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En la búsqueda de raíces, indispensable para consolidar la sensibilidad autonómica, los madrileños de hoy nos encontramos, sin embargo, con graves vacíos, lagunas que sólo se pueden rellenar acudiendo a la florida imaginación de nuestros primeros cronistas cortesanos, gentes como López de Hoyos o Jerónimo de la Quintana, que no cayeron nunca en la falaz tentación del revisionismo, sino que tomaron el toro por los cuernos y se inventaron, sin tapujos ni escrúpulos, un pasado que no tiene nada que envidiar a lo que, hoy por hoy, recogen los textos revisados de algunas historietas que se exhiben con orgullo por esas autonomías.

Si Villapalos, por ejemplo, convocara mañana uno de esos consejos de sabios censores, los niños de Madrid estudiarían en el colegio que Madrid fue fundada, antes de que existieran Roma o Barcelona, por un príncipe troyano, Ocno Bianor, hijo de la profetisa Manto, que dio nombre a la hermosa región de Mantua, y del dios Tiberino, padre y patrón del río Tíber, deidad fluvial, aunque quizás deberíamos omitir este dato para no herir la susceptibilidad insular de los sin río, aunque no hay mucho que temer por esa parte, porque los primeros pobladores de Canarias, los guanches, dejaron de ser agresivos y guerreros desde que en una revisión histórica reciente les cambiaron la frase "sus armas principales eran hondas y bastones" por la de "usaban para defenderse armas y bastones".

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