El butano y la educación
Todos los Gobiernos, en los momentos de angustia, confunden el IPC con la inflación. El IPC no es la inflación, es solamente un instrumento para medirla, es el mensajero de la inflación. Por eso, cuando no se puede acabar con la inflación, se intenta matar al mensajero. Periódicamente, los Gobiernos intentan reducir el IPC a golpe de decretos, y adoptan medidas que, aunque reducen a corto plazo el IPC, empeoran la inflación en el largo plazo. Un ejemplo de cómo puede ser nociva la angustia ante el próximo IPC es la renuncia del Gobierno a más de la mitad de los impuestos sobre el consumo de butano.Reducir los impuestos sobre sus productos es la fórmula favorita de los monopolistas, y por eso la proponen siempre que la gente se queja de sus precios. Es fácil de entender, ya que la reducción de impuestos no rebaja sus precios de venta, con lo cual no disminuye su margen de beneficio por unidad vendida y, a la vez, como bajan los precios al consumidor, aumenta la demanda y, por tanto, sus ventas. Las cuentas de resultados de los monopolistas mejoran, porque el mismo margen que tenían antes se multiplica por unas ventas mayores que las que habrían conseguido si no se hubieran bajado los impuestos.
Nunca se debe hacer caso de las propuestas de los monopolios y, por eso, habría que elogiar al Ministerio de Economía porque, aunque ha caído en la tentación del butano, ha rechazado la reducción de los impuestos sobre los carburantes. No obstante, la reducción de la imposición sobre el butano es una pésima medida, por varias razones. En primer lugar, porque, en estos momentos de recalentamiento, todo lo que sea reducir impuestos o aumentar gastos es añadir leña al fuego de la inflación. En segundo lugar, porque es una medida que se presenta como social, pero no discrimina (los dueños de chalets se beneficiarán también), y tiene peores efectos sobre el déficit comercial que otros gastos sociales como, por ejemplo, las pensiones. Pero lo más preocupante es que supone una mala asignación de un gasto fiscal que, por cierto, no es tan pequeño como se ha presentado. Haciendo el cálculo como se hace con las pensiones, la subvención fiscal al consumo de butano le va a costar al Presupuesto del Estado unos 400.000 millones de pesetas en los próximos 20 años.
Si de verdad le sobrasen al Estado esos miles de millones de pesetas no se deberían malgastar en incentivar el consumo de butano, sino en favorecer cualquier otro gasto de las familias españolas que aumentase la productividad de la economía. Por poner un ejemplo, se podrían subvencionar fiscalmente los gastos en educación. Todo el mundo sabe que, dado que la educación pública no lo cubre todo, muchas familias no acomodadas tienen que hacer grandes esfuerzos económicos para poder pagar los estudios de informática o inglés. Si se utilizaran esos miles de millones de pesetas en subvencionar estos estudios -a través de reducciones en el IRPF, por ejemplo -, no sólo mejoraría la economía de esas familias, sino que, además, se estaría contribuyendo a aumentar la productividad de la economía española, que es, sin ninguna duda, la mejor forma de luchar contra la inflación.
Pero, para desgracia de quienes quieran mejorar su capital humano y el de sus hijos, estos gastos en educación no tienen en el IPC el mismo impacto que el butano. Y como la obsesión no es reducir la inflación, sino reducir el IPC, se aprenderá menos inglés y menos informática, mientras el pueblo (y algún dueño de chalet) consumirá más y más barato el butano. Lástima, porque, como decía Adam Smith, "una sociedad civilizada debería prestar mucha atención a la educación del pueblo común", y dudo mucho que, aunque en el siglo XVIII hubiesen existido el IPC y el butano, Smith hubiera recomendado a cualquier Gobierno que tuviera problemas de inflación y que pensase que le sobran unos miles de millones de pesetas que los empleara en subvencionar el consumo de butano en vez de subvencionar cualquier otro gasto que aumente la productividad. Por ejemplo, la educación.
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