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En busca del arca perdida

JAVIER MINA

Dispuestos una vez más a deslumbrar al mundo con lo que sea, los norteamericanos andan empeñados en una operación faraónica. Pero no porque vayan a meter en Chechenia aquellos helicópteros pata negra que jamás volaron sobre Milosevic ni que tengan in mente meter nada a fin de detener la masacre inteligente que están llevando a cabo los rusos -a falta de bombas listas bombardean hasta destruirlo todo con suma meticulosidad, que también es una clase de inteligencia-, sino porque se van a poner a descubrir pirámides en unos arenales californianos. No, no es que se hayan vuelto locos sino que Cecil B. DeMille enterró allí los decorados de Los diez mandamientos sin olvidarse ni uno, quiero decir, ni el más mínimo pedazo de esfinge, palacio u obelisco.

Vista así de lejos la cosa puede parecer una estupidez, pero dado que siempre han tenido a mal aceptar raíces indias ahora se descubrirán por fin las raíces verdaderas, ¿o es que hay algo más genuinamente americano que el cine? Mucha gente maliciosa se estará riendo porque al fin y al cabo van a conseguir lo que buscaban, unas raíces de cartón piedra que ésa es la materia con que se fabrican los sueños cinematográficos pero la gente verdaderamente sensata y pragmática se fijará sólo en lo que es, una vasta operación propagandística y un medio como otro cualquiera de forrarse porque ahí será nada vender las ruinas -auténticas- de un mito -autentiquísimo- como fue la colosal película. A nada que encuentren algo, ya veo crecer la correspondiente Moiseslandia que atraerá como moscas a muchos de los que ahora se ríen.

Y digo yo, ¿por qué siempre nos han de adelantar en todo? Hizo falta un Guggenheim allá para que tuviéramos uno aquí, por no mencionar los McDonald"s y ese estilo de vida que ahora se llama global. Como ya no se nos caen los anillos por copiar, tendríamos que haberles copiado por anticipación y haber enterrado hace 50 años los Altos Hornos, los Astilleros, las acerías, las cementeras, el sector de la máquina herramienta, Lemoniz, la flota de altura y la de bajura, incluso el propio Guggenheim y los cubos de Moneo, en fin todo aquello de lo que nos sentíamos orgullosos porque nos hacía parecer fuertes y prósperos y que tanta envidia suscitaba a nuestro alrededor.

Si hubiéramos procedido así, ahora, cuando excavamos no sé si para enterrar un tiempo que no volverá o plantar los cimientos de un nuevo monumento al bucolismo y a lo bien que se vive de reserva india atrayendo la curiosidad de propios y extraños, en lugar de lindane habríamos encontrado unas raíces de acero por no decir de genuino sector secundario. Imaginemos, pues, que decidimos poner en marcha la Gran Excavación justo el Día Después del Estatuto; ¿qué hallaríamos, soberanía o identidad?

Seguramente chatarra, pero chatarra noble, ruinas con las que podríamos ir armando el parque temático que podría hacernos las veces de nación a falta de la que nuestras cabezas pensantes, vociferantes y displicentes tardan no ya en vender, sino en idear porque también las patrias son del material con que se construyen los sueños. Sólo que ahí junto al concurso de quesos y la exaltación del pospoliñismo aparecería el auténtico Vasco de Acero, el que se forjó en las entrañas de la tierra a la sombra de las grúas portuarias, los gigantescos hornos, los mastodónticos buques de hierro y el carbón ancestral.

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Pero, a causa de nuestra imprevisión, cavemos cuando cavemos sólo saldrán patatas. Por eso, y pese al domesticado y ecológico Vasco de Hierba que se pretende con tanto parquenacionalnaturalismo y tanta llamada al municipio o aldea, los arqueólogos de la cosa pública van buscando con nostalgia los restos del Antecesor de Acero que palpitan en cada puesto de trabajo industrial. Así, se lanzan con uñas y dientes a defender cada fibrilla del cuasi extinto tejido fabril en un esfuerzo que sólo tiene parangón con el de la venta de taparrabos, tierras prometidas, Tablas de la Ley y plagas de langostas de cara a una superproducción que le hará dar patadas en la tumba al mismísimo Cecil B.: El alcázar no se rinde.

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