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Variación sobre un tema de Pessoa ANTONI PUIGVERD

Carme es una mujer de cuarenta y tantos años. Es barcelonesa pero vive, desde hace tiempo, en una ínfima aldea, entre unas lomas, allí donde el Empordà exhibe, sin saberlo, las curvas más amenas. Ella y su compañero Eugeni compraron una vieja casa en ruinas y, no sin esfuerzo, la han convertido en un pequeño paraíso doméstico. La casa es pequeña, pero el jardín es holgado. Donde termina una pradera moteada de árboles frutales empiezan los campos que cultiva un vecino agricultor. Carme y Eugeni son exponentes de una nueva ciudadanía ampurdanesa. No son neorrurales ni habitantes de fin de semana. Como muchos hijos de los agricultores locales, habitan en un medio rural, pero trabajan en ciudades más o menos próximas. Las comarcas de Girona permiten este tipo de vida, cada vez más frecuente. A pesar de la estrechez y la precariedad de las vías de comunicación, en la región de Girona se ha formado una red espontánea de poblaciones, una especie de gran ciudad jardín, cuyos polos urbanos, a manera de barrios, alternan con enormes espacios verdes que son los campos y los bosques. Carme y Eugeni, a pesar de vivir en un entorno que favorece el encantamiento, son voluntarios, en sus ratos libres, de múltiples causas. Militan en Comisiones Obreras, participan en una imaginativa e irónica asociación cultural (Memè Detràs, en el pueblo de Celrà), colaboran con una ONG que acoge inmigrantes africanos y durante el último año han participado activamente en la edificación de esta sorprendente plataforma de voluntarios de la política, Ciutadans pel Canvi. Yo también formo parte de ella, como tantos veteranos de las arduas campañas de la transición, y puesto que no sería ni elegante ni honesto convertir esta ventana literaria en un panfleto propagandístico, nada más diré de ella. El caso es que, a pesar del ajetreo en el que está -estamos- metidos, Carme no ha olvidado recordarme simbólicamente la llegada del otoño. El otro día, como cada año, entre septiembre y octubre, Carme me regaló un precioso puñado de azufaifas que ha recolectado en su jardín.No se si conocen este humilde fruto, que en catalán se denomina gínjol. La azufaifa es pequeña y fibrosa, de escasa pulpa, discreta dulzura y hueso leñoso. No puede competir con las frutas actuales, relucientes y maquilladas, que prometen una opulenta carnosidad. La azufaifa es insignificante: tiene la forma de una oliva y la piel de caoba bruñida. Su pulpa interior puede ser de un verde muy tímido o, cuando el sabor se ha degradado, de color vainilla. El gínjol es un fruto que pierde con rapidez su lozanía, se arruga pronto y deja siempre en la boca un exceso de fibra que es la evidencia de su pobreza. No tiene muchas virtudes comerciales, pero su sabor, cuando está en el punto exacto de maduración, no es anodino y desaborido como el de las frutas convencionales, hijas de la producción intensiva. El sabor de la azufaifa es matizado y raro. Humilde, sí, pero singular. De su sabor preciso e inconfundible proviene, sin duda, la expresión tradicional catalana eixerit com un gínjol. En el Empordà, pero también en el otro extremo de la lengua, en Alcoi, usan, o usaban, la palabra gínjol como equivalente del castellano cachete: et clavaré un gínjol!. En mis recuerdos de infancia ampurdanesa está muy viva la expresión córrer com un gínjol, que no acierto a explicar aunque confirma la popularidad de este fruto que ha desaparecido, como tantas palabras, como tantas formas de vida, de nuestra realidad contemporánea.

Carme, cuando me regala las azufaifas, sabe que engrasa una vez más la memoria de un mundo perdido. Conoce la anécdota que me vincula a una peculiar mujer de mi pueblo, una anciana menuda, encorvada por la edad y los achaques de sus infinitos años de fregona. Estaba casada con un tipo perpetuamente ceñudo y sus dos hijos, ya adultos, entraban y salían constantemente del manicomio. Todos la conocían por el extraño nombre de Lluïsa Venacà. Alguna de sus señoras debía hablar en castellano y convirtió en mote una repetida orden: "Luisa, ven acá". Era mi vecina. A principios de octubre yo me colaba en su casa con cualquier pretexto. Atravesábamos una cocina negra y un pasillo angosto hasta llegar a un pequeño patio (eixida) en donde crecía un imponente azufaifo o ginjoler. La vieja Lluïsa me ordenaba trepar para recoger los frutos, que iba recogiendo en su delantal. Había que vigilar las espinas. Cuando el delantal estaba lleno, yo tenía permiso para llevarme tantas azufaifas como pudieran atrapar mis dos manos. Veía entonces las suyas, que aguantaban los extremos del delantal: marcadas por el prolongado uso de bayeta y lejía. Grietas negras que la suciedad colonizaba: tatuaje de la pobreza antigua. Cada año, mientras degusto las azufaifas, recupero fugamente la patria en la que reinó esta mujer heroica perfumada de lejía a la que yo serví de escudero.

El otoño es la estación de los frutos humildes. Dejando a un lado las setas, que son un mundo aparte, el otoño regala frutos que procuraron dulzura y felicidad durante siglos a las ingenuas bocas que nunca conocieron los saborizantes químicos. Estos frutos del otoño aparecían en la literatura antigua, en el cancionero popular y en los bodegones barrocos. Los higos excesivos, las preciosas granadas ("aguacero de rubíes", las llamó Carner), la azufaifa, las cerezas del madroño (arboç), el membrillo (codony) y el caqui o palosanto. Aunque los cocineros contemporáneos usan algunas de estas frutas en sus fantasiosos platos ("lo viejo es nuevo"), la mayoría de ellas tienen en los mercados y mesas populares una presencia apenas testimonial. Es lógico si pensamos en lo que escribió Fernando Pessoa a propósito del otoño. Todo lo arrastra, el otoño. Los grandes sueños, la filosofía, los semáforos y las televisiones, los dioses, lo que hicimos y lo que no pudimos hacer, todo lo arrastrará el otoño. Al que gobierna y al que lucha por gobernar, al indiferente y al apasionado, a los frutos que acaparan el mercado y a los que, como la azufaifa, ya no se venden, es verdad: todo lo arrastrará el otoño. Pero también todo lo devuelve el otoño. El sabor de la azufaifa, las manos de la anciana Lluïsa Venacà, la ilusión política que otros otoños arrastraron. Todo lo devuelve, sí, el otoño, cada año, cuando regresa; todo lo devuelve.

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