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La transición catalana

Emilio Lamo de Espinosa

Que el presidente de la Generalitat ha hecho mucho y muy bueno por Cataluña es evidente. De otro modo sería imposible que llevara gobernando ininterrumpidamente desde 1980, cuando, por sorpresa y contra todo sondeo, le ganó al socialista Raventós. Estos 19 años al frente de la Generalitat hacen de Pujol el abuelo de los gobernantes españoles y probablemente de los europeos. Que su labor política haya sido igualmente beneficiosa para España, incluidos los mismos catalanes, es más discutible. El nacionalismo de Jordi Pujol bebe en Herder, Humboldt y el romanticismo alemán, en el Volkgeist y en la lengua como constructora del mundo -no en vano su formación es germánica- y entiende con dificultad esto que hoy llamamos multiculturalismo de mezcla y mestizaje. De modo que ha engrandecido Cataluña -ésa es su gran obsesión- y ha contribuido -al menos desde 1993- a la gobernabilidad de España, pero no ha dejado de crear problemas para la convivencia internacional en España y en Cataluña. La segunda ley de normalización de la lengua catalana o su firma de la Declaración de Barcelona, conjuntamente con el nacionalismo vasco -y a remolque, pues, de quienes mueven el árbol para que caigan las nueces- están ahí para probar esa ambivalencia. Es indiscutible -¿hace falta decirlo?- que su talante es por completo democrático, pero siempre se siente molesto ante el encaje de Cataluña en el marco constitucional español y se irrita si se le habla del encaje de lo español en el marco constitucional y legal de Cataluña. Pujol cree, como Machín, que no se puede querer a dos mujeres a la vez, de modo que, o se es catalán o se es español. Le molestan las ambigüedades en un mundo que es cada vez más ambiguo y fronterizo.Esta actitud, objetivamente de confrontación, identitaria y frentista, ciertamente manejada con prudencia, pero viva y firme, genera más problemas de los necesarios en la misma Cataluña -donde la convivencia cotidiana es tan ejemplar como el bilingüismo del 95% de los catalanes- y, sobre todo, alimenta el recelo del resto de España hacia el nacionalismo catalán y, de rebote, hacia Cataluña. Si la imagen de Cataluña en España no es lo buena que debería ser -y debería serlo por muchas razones-, la culpa la tiene sólo Pujol. Regresar a casa aludiendo una y otra vez a lo mucho que se ha conseguido arrancar de Madrid, como si fueran razzias sobre Castilla, no ayuda, desde luego, al mutuo aprecio.

Pero quizás lo más grave del pujolismo, y lo que se juega el próximo día 17 de octubre, es su sucesión y la posibilidad de alternancia en Cataluña y, de rebote, también en Euskadi. Si Pujol gana el próximo 17 habrá presidido la Generalitat nada menos que 23 años, y esto, que huele por los cuatro costados a república bananera, exhibe un serio problema. Pues, aunque nadie duda que ha ganado siempre limpiamente, nadie puede dudar tampoco que esa continuidad es muy mala. Mala porque la renovación es la esencia misma del juego democrático y las tentaciones del poder se acumulan si éste dura demasiado. Que en Cataluña hay una poderosa red clientelar movida desde la Generalitat es vox populi difícil de rechazar por mucho que los catalanes eviten airear estos hechos y, temerosos de su mala imagen, sean poco proclives a la autocrítica. ¿Podría ser de otro modo tras 23 años? Pero tanto tiempo en el poder es malo también porque muestra que Cataluña parece no tener alternativa alguna, parece estar atrapada en las manos del catalanismo, incapaz de transitar más allá de él.

Pues es lo cierto que la democracia española, que ha cubierto casi todas sus fases y transiciones secundarias, no ha cubierto las que corresponden al Estado de las autonomías. Ni los nacionalismos catalán y vasco han cerrado su contencioso con la Constitución de 1978 ni los partidos estatales han conseguido gobernar plenamente en esas dos comunidades. ¿Están catalanes y vascos obligados a ser gobernados por sus nacionalismos, sin posibilidad de alternancia alguna? ¿Es imposible entender a Euskadi o a Cataluña sin sus respectivos nacionalismos al frente?

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De ahí la importancia de la propuesta de Pascual Maragall, un hombre que ha acreditado su talla de gestor y gobernante al frente de la alcaldía y ha conseguido colocar a Barcelona en el mapa del mundo. Puedo dar fe de que en una encuesta que realicé hace pocos años en los cuatro grandes países europeos, y preguntados si conocían alguna ciudad española, Barcelona quedaba empatada con Madrid e incluso la sobrepasaba en el Reino Unido. Barcelona es hoy una de las mejores ciudades europeas, si no la mejor, y si la imagen de Cataluña fuera de España es excelente, ello se debe, sobre todo, a la imagen que de Barcelona ha creado Pascual Maragall. De modo que el duelo próximo entre Pujol y Maragall, con evidentes tintes plebiscitarios, duelo entre dos grandes políticos y que arrincona a los demás candidatos, es de la máxima importancia.

Desde luego, pocas elecciones son más inciertas que las próximas autonómicas de Cataluña. Y por si faltara poco, la prudencia enseña que los sondeos son poco de fiar justamente cuando (como en las generales de 1996 o, eventualmente, en estas autonómicas) se producen cambios de mayoría. A más a más, los sondeos dieron a Pujol en 1995 un resultado superior al que finalmente obtuvo; hoy es políticamente correcto decir que se vota CiU. De modo que podría ocurrir cualquier cosa. Y, sin embargo, no es eso lo que piensan los catalanes.

Efectivamente, Maragall ha llevado una progresión excelente hasta alcanzar el empate técnico hace pocas semanas, que parece se mantiene a pesar de cierto repunte de CiU, aún no contrastado. Es probable que ese empate sólo se solvente en las urnas. Pero los sondeos sí enseñan algo muy importante: aun cuando la mayoría de los catalanes desea que gane Maragall, una mayoría mucho mayor cree que ganará Pujol. Las cifran son rotundas: según la práctica totalidad de los sondeos (con la excepción del reciente del CIS), Maragall le saca entre 2 y 4 puntos a Pujol en preferencia de voto, pero éste le saca entre 22 y 27 puntos en probabilidades de ganar, prácticamente dos a uno. Y es interesante que la apuesta por Pujol ha mejorado desde julio pasado, al tiempo que aumentaba la preferencia por Maragall. Resultados que se repiten al pie de la letra si la opción es entre el PSC y CiU; los catalanes están divididos en sus preferencias y la preferencia por Maragall crece, pero están segurísimos de que, a pesar de todo, Pujol y CiU acabarán ganando.

Desde luego, esos pronósticos populares -que son siempre el mejor indicador- no hacen sino proyectar el pasado. Cataluña lleva más de una década en un régimen de bipartidismo imperfecto, con el PSOE ganando siempre las generales y las municipales, y CiU, las autonómicas. La diferencia entre lo que obtiene el PSC en generales y en autonómicas es inmensa. En las generales de 1996 sacó más de un millón y medio de votos, pero en las autonómicas de un año antes obtuvo sólo algo más de 800.000. El granero potencial del PSC es, pues, enorme y,

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por lo tanto, la victoria de Maragall debería ser muy probable. Pero ni los mismos catalanes, que prefieren a Maragall y votan al PSC, creen que puede ganar. Al parecer, sólo puede ganar Pujol. Este trasfondo puede ayudar a Maragall si sirve para movilizar al electorado, pero es revelador de ese mal profundo a que aludía: la dificultad para entender Cataluña sin Pujol. No sin nacionalismo, sino sin Pujol. Pues nadie podrá dudar de que Pascual Maragall es nacionalista y su pedigrí, incluso familiar, es indiscutible.

Maragall, pues, no sólo debe vencer a Pujol; debe vencer una poderosa inercia que hace casi impensable a Cataluña sin Pujol, una inercia que es la esencia del pujolismo. Y para ello, Maragall propone al menos una triple renovación, que representa un triple cambio de mayoría.

La primera la ha dado en el propio partido, en el PSC. Frente al anquilosamiento del PSOE, incapaz de transitar al posfelipismo y renovarse y cada vez más atrapado y enredado en sí mismo, Maragall ha abierto las listas del PSC a numerosos independientes y, a través de la plataforma de Ciudadanos por el Cambio (¿recuerda algo ese eslogan?, ¿no fue el eslogan con el que ganó el PSOE en 1982?), ha abierto el partido a la sociedad. Lo que empuja hoy a Maragall no es un partido, sino algo más parecido a un movimiento social, y ese cambio es el inicio mismo de la verdadera renovación del PSOE. Un cambio cuyo triunfo -gane o no las elecciones Maragall- está ya asegurado. Ha puesto un marcha un nuevo estilo que difícilmente podrá ser arrinconado por el aparato de Ferraz.

La segunda renovación es, por supuesto, la de Cataluña y del catalanismo. Lo que propone Maragall es una Cataluña cómodamente asentada en el marco constitucional español y que haga de locomotora del resto. Y esto sobrepasa con creces la política. Cataluña tiene hoy intereses de todo tipo en toda España. "Nuestro Brasil es Madrid, nuestra Argentina es Andalucía y nuestra Venezuela es Galicia". ¿Quién dice esto? El director general de La Caixa, una entidad que tiene más de 500 oficinas en Madrid y que podemos encontrar en el más pequeño pueblo de España. Cataluña es ya una parte esencial de España toda; no sólo la economía catalana es economía española, lo mismo ocurre con la política exterior o de seguridad, la defensa, la justicia, la cultura y un largo etcétera. Vivir retraída sobre sí misma, de espaldas al peligroso vecino del sur, daña su economía, empobrece su cultura y perjudica su prestigio. La competencia entre Madrid y Barcelona es buena para todos, pero el mutuo recelo es malo. Maragall no habla de Cataluña, ni siquiera de Cataluña y España, sino de ambas cosas al tiempo. Es un político catalán, sin duda, pero porque sabe que la política catalana sólo puede ser política española. Probablemente eso -que Cataluña es demasiado grande para entenderla al margen de España- se debe a Pujol, pero el pujolismo es ya el principal riesgo de esa nueva Cataluña que él ha contribuido poderosamente a construir. Es por ello que Cataluña ganaría con Maragall y perdería con Pujol: porque es demasiado importante para poder desenvolverse sólo en Cataluña, para entenderse en términos de Cataluña "y" España, como si fueran realidades escindidas, algo que dejó de ocurrir, por fortuna, hace mucho tiempo.

Por supuesto, renovación del catalanismo también hacia dentro y no sólo hacia fuera. El catalanismo debe transitar -lo está haciendo ya, y basta seguir los discursos de Duran- desde una filosofía de la identidad a otra del mestizaje, que es la verdadera tradición del Levante español. Ser español o hablar castellano puede ser (y es con frecuencia) un modo de ser catalán. Machín no tiene razón. Cierto que esta propuesta es más confusa que la de Pujol. Nada más nítido y claro que dividir el mundo en amigos y enemigos, en nosotros y ellos. Pero, por fortuna para los humanos, y el mundo éste es así de complejo, de modo que no inventa nada Maragall cuando nos dice que la realidad de Cataluña y de España debe ser entendida en términos de suma y no de separación.

Una complejidad, por lo demás, y no es cosa baladí, que es la que encaja en la Constitución de 1978, de modo que la renovación que Maragall apadrina es también renovación de la propia España y del españolismo. El proyecto federalista de Maragall, más allá de las suspicacias que pueda levantar el palabro "federal", no es sino un asentamiento del Estado de las autonomías. Las ambivalencias de Pujol no son sólo ambivalencias hacia el lugar de Cataluña en España, sino ambivalencias hacia la propia Constitución. Su discurso, por muy moderado que sea, sale con frecuencia de ese marco. Maragall propone simplemente rellenarlo; no necesita relecturas, basta con leer. Y para ello no es suficiente con que Cataluña se muestre tal como es y no como desea Pujol que sea; es también necesario que el españolismo trasnochado del PP -que hoy, por mor del pragmatismo, es pura realpolitik- se revise en un españolismo igualmente plural. Pues nada hay tan parecido al catalanismo identitario (o al vasquismo identitario) que el nacionalismo español tradicional.

Puede que Maragall pierda las elecciones o puede que gane. Pero incluso si pierde, el estilo y el mensaje que ha sembrado seguirán trabajando en ambas direcciones. Abriendo caminos a un mayor aprecio de Cataluña en España y viceversa. Son los caminos que debiéramos transitar.

Emilio Lamo de Espinosa es catedrático de Sociología (UC).

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