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Conllevando España

Leí en estas páginas el artículo de Fernando Savater sobre mi libro De la identidad a la independencia: la nueva transición (11 de julio de 1999) y estoy de acuerdo con él en casi todo, incluso en su poco aprecio por su título en castellano. Lo mismo me ocurrió con una crítica anterior de Javier Pradera (La dificultad de ser maragalliano, 8 de mayo de 1999), hasta el punto de que he llegado a preguntarme: ¿por qué resultan ser los autores que yo criticaba en mi libro quienes más generosamente se han ocupado de él, y no precisamente para defenderse? En cualquier caso, se trata de una cortesía que confirma la selección que hice de mis contrincantes. ¡Tantos había para lucirme con sólo citar su florido y encendido verbo, con reminiscencias de aquel "entre Cataluña y España sólo es posible el abrazo o el fusil"!Sólo disiento del artículo de Savater en su título: Nacionalismo recreativo. He de decir, eso sí, que admiro la ironía con que el autor sabe descalificar una obra o un argumento mediante un adjetivo oportuno que eventualmente deja pasar al jugador pero no a la pelota. Con todo, creo que esta vez la finta revela más de lo prudente su propio esquema de juego y su modo, no por jovial menos trascendental, de querer ser cosmopolita. Una manera no tan alejada -y sin duda complementaria- de la manera de ser nacionalista a machamartillo que caracteriza a algunos varones del norte. Dos actitudes para las que, claro está, mi libro no podía parecerles sino un mero ejercicio recreativo. Pero veamos.

¿Se trata, en primer lugar, de nacionalismo? De hecho, mi libro sólo reclama la independencia de Cataluña -y precisamente como último recurso para llegar a entendernos y acabar con los pesados nacionalismos de uno y otro lado-. Algo así como la síntesis invertida del original iberismo de Joan Maragall y el pesimismo de su "Adéu a Espanya". Eso, creo yo, es lo que Pascual Maragall expresa perfectamente en su prólogo, y lo que Savater simplemente descalifica. No es extraño, por otra parte, que en muchos medios madrileños inquiete más el "nacionalismo trufado" de Maragall que el del propio Pujol. Ramoneda lo explica así: "Las exigencias de Pujol son cuantificables. Los planteamientos de Maragall tienen algo de exigencia moral que puede generar inquietud: apela a la lealtad, por las dos partes (...), pero entenderse es siempre más difícil que negociar desde la desconfianza mutua".

¿Es, en segundo lugar, un ejercicio recreativo? Al llamar recreativa mi propuesta se supone que sólo es serio y verdadero el nacionalismo esencialista, nostálgico, radical y populista, un pachanguero "riau, riau", por así decir, con suficientes credenciales de violencia. Desde su fortaleza cántabra, uno de esos mozos me decía simpáticamente que el Mediterráneo es "un mar algo maricón". Y no me extraña que él o los suyos consideren también la idea de una civilizada secesión de Cataluña como un divertimento o como un enternecedor nacionalismo de encaje y punto antiguo.

Por suerte o por desgracia, no es así como en general se siente en España. Y es lógico. Siempre inquieta y desazona más un cordial pero decidido distanciamiento que el enfrentamiento claro y directo; la desafección más que la pelea (la pelea es al menos una forma violenta del abrazo). A fin de cuentas, el nacionalismo vasco ha podido ser entendido como una versión desperada y desencajada del propio nacionalismo español -como su énemi intime. No así el catalán, que no es tan "opuesto" al castellano como simplemente "distinto de él", "otro".

"Ante un nacionalismo tan flexible, ecléctico y moderado como el de Rubert", escribe Savater, "¡sería una vergüenza no simpatizar con él!". Algo parecido sugiere Pradera cuando quiere distinguir mi independentismo "culto y amable" del romántico etnicismo que, según él, siguen caracterizando al catalán y, sobre todo, al vasco. La verdad, sin embargo, es que mi independentismo puede distinguirse de aquéllos por su origen o por su motor, no por su objetivo. Y que, contra lo que dice Savater, es este independentismo práctico y razonable el que mayor rechazo tiende a generar en España. Ningún proyecto político produce allí tanto sarpullido y anticuerpos, en efecto, como la sugerencia de que o España es capaz de secularizar definitivamente su propio nacionalismo (dejar de sentirse seno para sentirse suelo), o lo más operativo y sensato es ir planteándonos la independencia. Y no ya desde el nacionalismo catalán -que también-, sino desde la simple razonabilidad y el buen gusto; desde el hartazgo de las pequeñas reticencias, resentimientos o sospechas que trufan de uno y otro lado la relación -y esperando poder así traducirla en un diálogo más oreado, civilizado y cordial-. Mientras en España no se sienta como normal que un catalán esté en La Moncloa o que una verdadera Cámara territorial se asiente, por ejemplo, en Barcelona (y escojo expresamente dos ejemplos tópicos), mejor sería, a fin de entendernos, que la Generalitat fuera tan dependiente de Europa, de las multinacionales o de Naciones Unidas como lo es el Gobierno de Madrid: sin más mediaciones.

Tanto Pradera como Savater, ya dije, tratan de salvarme igual como algunos querían salvar a aquel "apóstata razonable" de Durango: negando su condición de hereje. Tampoco yo sería un hereje nacionalista para quienes piensan que "el nacionalismo será esperpéntico o no será". Pero yo creo, bien al contrario, que "será normal o no será". Tan normal que no reclamará ya tanto la pura nacionalidad como la simple titularidad de una ciudadanía distinta y sin más pathos de la cuenta. Éste es el sencillo escenario que yo he dibujado y que en el primer cuarto del próximo siglo podría llegar a transformarse en el proyecto mayoritario de, digamos, "la mitad más algunos" de los catalanes. De ser así, yo dudo de que España tenga los reflejos para dejar de ver este hecho, bien como una apuesta recreativa de Cataluña, bien como una quirúrgica amputación de España. Y en el interín, somos nosotros quienes hemos de ir aprendiendo las virtudes de la "conllevancia" orteguiana, sólo que, como pretende Pascual Maragall, aplicada ahora a los propios españoles. Es decir, buscándoles a ellos el encaje: el "alvéolo" donde puedan reposar contentos, en paz, y siguiendo un prudente plan de adelgazamiento. Eso, en lugar de continuar aplicándose a su tradicional ejercicio recreativo consistente en ir engordando "misiones" (católicas ayer, hoy cosmopolitas) y de pretender con ellas cebarnos y vertebrarnos a los demás.

Xavier Rubert de Ventós es filósofo.

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