Gustar en España JOAN B. CULLA I CLARÀ
La idea no es en absoluto novedosa, pero la campaña electoral la ha hecho cristalizar y Pasqual Maragall le dio, el pasado domingo, forma de titular periodístico: la estrategia reivindicativa de Convergència i Unió con relación al poder central sólo consigue generar "desconfianza" y ofrecer una imagen "antipática" de los catalanes en el resto del Estado: si gana, el candidato socialista se propone desterrar esa imagen y "gustar en España".Tiene más razón que un santo. Hace ahora casi 100 años, un par de jóvenes políticos madrileños apostrofaban enérgicamente a los "catalanistas insensatos, hombres sin conciencia de verdadero ideal de Patria" y les acusaban de querer "desterrar de vuestro alrededor el idioma de España, cuando, ¡ingratos!, a España le debéis cuanto sois, cuanto tenéis, cuanto valéis y representáis, a esa España que, ¡desagradecidos!, vive esclavizada a vuestra dictadura comercial o industrial" (José Martos y Julio Amado, Peligro Nacional. Estudios e impresiones sobre el catalanismo, Madrid, 1901). Conviene notar que, en aquel momento, ni siquiera se había constituido aún la Lliga Regionalista, pero qué duda cabe que la justa indignación de esos autores estaba ya premonitoriamente alimentada por el carácter rapaz y excluyente de la política de Jordi Pujol.
Otro tanto puede decirse del inspirado artículo que, en febrero de 1919, publicaba en ABC el periodista José María Salaverría. Bajo el título de El tono catalanista, afirmaba: "El catalanismo se ha presentado irremediablemente lleno de antipatía. (...) El tono catalanista posee todos los atributos negativos. Es pedante, es altanero, es ofensivo, es jactancioso, es falaz. Ofende, irrita, molesta, abruma y fastidia. Engaña cuando acepta unas carteras para sus caudillos; se burla cuando abandona los ministerios a la suerte de una crisis; se ríe de los españoles como de seres despreciables". Con sólo sustituir "carteras" y "ministerios" por "pactos de gobernabilidad", ¿no es éste un fiel retrato avant-la-lettre de la política española de Convergència i Unió?
Eso, por no hablar de los primeros años treinta, con sus estridentes campañas de prensa y sus coloristas movilizaciones corporativas y sociales, en Castilla y otras regiones españolas, contra el Estatuto catalán; con los pronunciamientos anticatalanes de figuras del relieve intelectual de Unamuno u Ortega y Gasset -"el problema catalán es un problema que no se puede resolver, que sólo se puede conllevar"-. Sin duda alguna, todas esas reacciones y hostilidades eran también consecuencia de los errores tácticos y estratégicos de Pujol, aunque algunos mal informados crean que el presidente de la Generalitat por aquel entonces era un tal Macià...
En fin, cuando en plena posguerra civil todo un gobernador franquista de Barcelona -Bartolomé Barba Hernández- admitía púdicamente que "no es difícil encontrar en Castilla gentes medias que hablen de Cataluña con cierta predisposición", añadiendo que "es preciso reaccionar fuera de Cataluña contra los vanos prejuicios sustentados contra ella", sólo olvidó precisar que la culpa de tales prejuicios la tenían Convergència y Pujol.
No, no pretendo elaborar un memorial ni una antología de los exabruptos del anticatalanismo español, porque para reunir el papel necesario habría que deforestar la Amazonia entera. He querido sólo, a partir de algunas muestras dispersas en el tiempo, hacer ver hasta qué punto es absurdo imputar a un partido o coalición, a un gobierno o a un líder concretos la responsabilidad de unos reflejos hostiles, de unos recelos, de unas percepciones negativas que forman parte sustancial de la cultura política española desde hace dos centurias, que se han manifestado bajo gobiernos de todo signo, que han sido arropados por discursos tanto izquierdistas como derechistas, que han tenido el aval de sabios y de patanes y que, en consecuencia, han alcanzado un enorme arraigo social. La COPE, por poner un ejemplo de presente, no crea hostilidad anticatalanista entre sus oyentes; se limita a explotar un rico filón de la geología político-cultural española aunque, haciéndolo, lo retroalimenta.
¿Las causas? El complejo de inferioridad económica de los unos frente al complejo de inferioridad política de los otros, el efecto enrarecedor de dictaduras y autoritarismos, las ambigüedades intrínsecas del nacionalismo catalán, la certeza tan extendida entre los no catalanes de que -cito a un clásico en la materia, Antonio Royo Vilanova- "aquí no hay más nación que España". La negativa del PSOE y el PP a hacer, en estos últimos 20 años, pedagogía de la plurinacionalidad; porque no creen en ella y porque temen alienarse, si la hicieran, a amplios sectores de opinión.
En cuanto a lo de "gustar en España", la receta es bien sencilla. Basta con abominar del nacionalismo -catalán, por supuesto- desde una catalanidad lo más baja en calorías posible. Es la fórmula de Pepe Borrell, o la que intenta resumir estos días el eslogan de Alberto Fernández Díaz: "Ser catalanes es nuestra manera de ser españoles". Es lo que, en tiempos políticamente menos correctos que los actuales, se llama hacer de "moro amigo".
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