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Con Aranguren

Cuando en 1939 terminaba la guerra civil, semanas después, Aranguren cumplía los treinta años. Había estado en el bando de los vencedores en destinos que, también por razones de salud, le permitieron no disparar un solo tiro a lo largo de ella. Procedía de una familia y de un contexto social que él mismo calificaba más bien como de derechas, con buen nivel económico y moderadamente conservador. En todo ese tiempo y hasta bien avanzados los años cuarenta, con un talante mucho más propenso al estudio, a la lectura, a su dedicación a la tarea intelectual y muy poco o nada a la política, no se inicia en él lo que luego será un progresivo cuestionamiento de los postulados de fondo del régimen dictatorial impuesto en nuestro país como resultado de aquella guerra.Estos son, y fueron, hechos ¿de colaboración? sobradamente conocidos desde siempre. Ni él lo ocultó nunca, imposible hacerlo, ni sus mejores discípulos lo han tomado complacientemente como algo menor o como algo casi irrelevante en su biografía: al contrario, las críticas implícitas o explícitas eran por ello firmes y frecuentes. Estuve muchísimas veces con (cerca de) Aranguren, en cursos de verano y de invierno, y jamás le oí hablar de aquel tiempo suyo con propósitos de autoexculpación moral ni tampoco, menos aún, habiendo tantas muertes por medio, como algo trivial o de intrascendente recordación. Sin pretender formar bandos a propósito de él, en la polémica de estos últimos meses estoy, para qué ocultarlo, con (a favor de) Aranguren,

Los que, con voluntaristas esperanzas democráticas, éramos jóvenes estudiantes universitarios en los años cincuenta, y luego jóvenes profesores en los sesenta, estimábamos de entre los intelectuales que tenían voz aquí, en el interior, la obra, los escritos y las palabras, de gentes de la generación anterior como Laín, Marías, Aranguren, Tierno, Maravall, Ruiz Giménez, Tovar, Ridruejo, Vicens Vives y otros más de esa, a la vez, plural y común significación. La mayor parte de ellos, no todos, eran todavía adictos, incluso adalides, del régimen. Apreciarles, leerles y conocerles, para nada evitaba disentir de ellos, y discutir con ellos, contribuyendo así incluso a su propia liberación. Por supuesto que los filósofos y científicos sociales del pasado y del exilio español, junto a otras aportaciones foráneas (existencialismo, analítica, dialéctica), más lo que uno mismo iba empezando a cavilar, eran, con las grandes limitaciones derivadas de la situación dictatorial, el eficaz fermento y fundamento para esas fructíferas coincidencias y discrepancias.

Se habían publicado en esos tiempos, de Julián Marías, desde Historia de la Filosofía, ya en 1941, a Ensayos de teoría y Ensayos de convivencia (ambos en 1955). De Laín Estralgo, España como problema (1949) o La espera y la esperanza (1957). De Aranguren, Catolicismo y protestantismo como formas de existencia (1952), El protestantismo y la moral (1954) o su Ética (1958). De Tierno Galván, El tacitismo en las doctrinas políticas del siglo de oro español (1948), Sociología y situación (1955) o La realidad como resultado (1956). De Tovar, la Vida de Sócrates (1947), o de Dionisio Ridruejo, la recopilación En algunas ocasiones. Crónicas y comentarios 1943-1956, editados conjuntamente ya en 1960. No son más que una pequeña muestra de obras que, recuerdo, me (nos) fueron muy útiles, así como también otras de historiadores y sociólogos o de poetas, novelistas y dramaturgos.

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A pesar de todo, a pesar de la dictadura, no todo era igual en la España de aquellos años: diferenciarlo, sin fundir ni confundir las cosas y las personas, es -me parece- una obligación, moral y científica, de quien estudie y quiera hoy comprender bien todo aquello. Leer esos u otros similares libros abría perspectivas, incitaba a la crítica, reconciliaba con la inteligencia, la cultura y el trabajo intelectual: en definitiva, contribuía positivamente a la necesaria reconstrucción de la razón. Aranguren sería, en ese contexto, uno de los de mayor y más intensa influencia, también como inspirador de la filosofía ética contemporánea en lengua española. Tal actitud, partiendo de esas iniciales revisiones, iba de hecho a conducirles en el tiempo, desde los años sesenta de modo más explícito (alguno, por ejemplo, Tierno, lo había estado desde el principio) a evidentes compromisos sociales y políticos en favor de la libertad y la democracia.

El régimen, la dictadura, sus jerarcas, ministros y corifeos, es obvio, no veían con buenos ojos ni habrían de tolerar, faltaría más, semejante traición. Tenía que quedar ante todos rotundamente proclamado y denunciado que muchos de estos intelectuales, ideólogos se les llamaba, eran los antiguos camaradas, de la camisa azul y el brazo en alto, los antiguos franquistas oportunistamente disfrazados de nuevos liberales. La consignad "de aquí no sale nadie, aquí no se salva nadie" era a todas luces el aniquilador objetivo de la publicación oficiosa de los servicios de información que, sin fecha y en forma anónima pero simulando burdamente un panfleto de la oposición, invadió, creo que fue en 1966, despachos, aulas, agencias de prensa y salas de redacción. Bajo el título precisamente de Los nuevos liberales. Florilegio de un ideario político, se arremetía con saña y rencor, en casi un centenar y medio de páginas, contra Ridruejo, Laín, Montero Díaz, Maravall, Tovar y, por supuesto, Aranguren, quien paradójicamente acababa de ser expulsado de la Universidad en 1965, se supone que por liberal, junto a García Calvo y Tierno Galván. En tal florilegio antológico están, pues, disponibles, los peores textos, artículos y discursos, de todos ellos en sus épocas de más o menos directa colaboración con la dictadura. Lo que al régimen le interesaba era tenerles intimidados por su pasado de totalitarios y amigos del caudillo; pero lo que realmente le enfurecía es que ahora fueran liberales y demócratas.

Viejas historias, sin duda. Pero no hay en verdad alternativa entre olvidar o asumir nuestro pasado si se quiere realmente superarlo y que el presente y el futuro se construyan desde el conocimiento y no la ignorancia, desde la libertad y la madurez crítica y autocrítica, no desde la inquisición, la ocultación o la distorsión. De todos modos, otra cosa diferente a la ciencia, pero no forzosamente antitética, es la necesaria prudencia política y jurídica. La memoria siempre es fragmentaria y selectiva, lo cual implica ya valorar, cosa que inevitable y legítimamente todos hacemos. Pero hay, creo, que procurar que no cuenten sólo los malos fragmentos, estos también, o la selección negativa de unos u otros. Y, sobre todo, que el fragmento tenga conciencia de que lo es, de que es parte de algo más complejo y plural. Una vez más, es necesario recuperar la perspectiva de

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abierta y plural totalidad: la trayectoria entera de una persona, alegada y, con razón en los últimos debates sobre Bobbio o Aranguren.

No, pues, hagiografías acríticas de nadie, tampoco en este caso de Aranguren. No las necesita. Pero sí constatar y advertir, no es más que eso, que en los tiempos que corren esa fragmentación discriminatoria se puede estar hoy ejerciendo, me parece, con mucha mayor insistencia y contumacia en unas direcciones que en otras, más bien regresivas, lo cual también es selectivo y expresión de su sentido en el mundo actual. Así, por ejemplo, en nuestro país, lo que de Franco se viene resaltando con énfasis es su opción por un cierto desarrollismo capitalista o la institucionalización del Estado (negación del Estado de Derecho), cuando no, por increíble que parezca, su indirecto y solapado diseño de la transición o la vieja falacia de su acción salvifica de Occidente frente al comunismo. Paralelamente, de los hispánicos fascistas, totalitarios y antidemócratas de toda la vida, y de todo el ciclo histórico de la dictadura, ya se sabe lo que son y, por lo tanto, parece pensarse, no vale la pena ocuparse de ellos, como si aquellas iniquidades se hubiesen producido y mantenido por sí solas, sin sustentos doctrinales y beneficios económicos de nadie. Por su parte, los tecnócratas franquistas están ya casi glorificados con el retorno actual del integrismo religioso y del economicismo cientificista. Y así sucesivamente... Lo mejor que se puede pensar de esta negativa situación, descartemos lo peor (el mezquino encono personal o el vulgar oportunismo político), es que todo deriva en definitiva, de que la izquierda es y debe ser siempre mucho más autocrítica.

Elías Díaz es catedrático de Filosofía Jurídica y Política en la Universidad Autónoma de Madrid.

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