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Callejear

Estamos metidos en otoño y las obras públicas no han abandonado nuestra ciudad, lo que no tiene nada de extraño. Hasta donde me alcanza la memoria, recuerdo las zanjas, calas, ampliación o reducción de aceras, reparaciones de los conductos que nos llevan el gas, el teléfono, la luz a nuestros hogares. Es posible que en un futuro muy cercano la telefonía deje de circular por cables y todos usemos el portátil como antaño el pañuelo de bolsillo; la sola diferencia es que éste nos lo llevábamos hasta las narices y el otro va directamente a la oreja. Una perforación menos o bastante mitigada. También echo en falta aquellos grupos de desocupados que contemplaban, con interés y simpatía, el trabajo de los obreros municipales. Hoy, las obras de alguna consideración se recatan tras vallas portátiles que hacen imposible conocer si hay alguien atareado o si el concejal correspondiente es un san Isidro que dispone de arcangélicas brigadas, lo que resulta difícil de creer. Nuestro Madrid es una villa variada y sorprendente, donde ocurren cosas que rara vez o nunca pueden verse en otro lugar. Empleo buena parte de mi tiempo, cuando el meteorológico es clemente -lo que disfrutamos en grandes dosis- dando largos paseos, una higiénica dromomanía que me identifica con las esquinas, con el arbolado -mucho más abundante de lo que imaginamos-, las plazas y calles, siempre que entren en el recorrido en el que no haya cuestas arriba o sean muy leves. De esta suerte voy reconociendo perfiles y zonas por las que circula gente que se parece poco a la de otros barrios y palpita la ciudad como un ser múltiple de mil rostros y comportamientos diferentes.Quizá sea una coincidencia, pero en los días sábado y domingo, cuando la circulación rodada es menor, una considerable cantidad de automóviles y furgonetas toman por el pito del sereno el semáforo que hay en el paseo de la Castellana, esquina a Hermanos Bécquer. Es como si no existiera y suben la cuesta indiferentes a que la luz se encuentre en rojo o en verde. He llegado a pensar si no sería la expresión soterrada de cierto antiimperialismo yanqui, pues la Embajada de Estados Unidos se encuentra inmediata. Reconozco no haber asistido a ninguna quema de la bandera de las barras y las estrellas, por lo que quizá la explicación sea otra.

En cualquier día de la semana, en lugar allí cercano, también comprobé con qué naturalidad las motos de los mensajeros y repartidores de pizza circulan por la acera izquierda de la calle de Serrano, hacia la Puerta de Alcalá, o sea, duplicando la infracción al marchar en sentido prohibido. Los peatones, entre los que me hallo, hemos adquirido una garbosa agilidad para sortear estos vehículos. No se trata de moteros agresivos ni de jóvenes inconformistas con el código, sino simplemente de personas que encuentran mucho más corto y cómodo transitar de esa manera, en la probable creencia de que es un derecho amparado por la Constitución de 1978. Lo que sucede en esta vía viene experimentado en cualquier otro lugar de la Villa y Corte y hay que señalar que no suelen lamentarse desgracias personales, quizá -imagino- por ese agudo sentido de la supervivencia y elasticidad de reflejos musculares, a los que me he referido, incorporados a la idiosincrasia de habitantes y residentes.

A estas alturas del año han dejado de funcionar los aparatos de aire acondicionado que con tanto desenfado sobresalen de las ventanas y huecos arquitectónicos. Personalmente, los encuentro feos, antiestéticos, aunque no parece ser una opinión muy extendida. Tanto, al menos, como las antenas parabólicas, que, la verdad sea dicha, son cada vez más pequeñas, y no hay que descartar que inventen modelos de mejor coexistencia estética. Pasados los calores, ha cesado otra peripecia que acecha al peatón. Estos aparatos congelan el agua que les refrigera y, periódicamente o cuando son desconectados, vierten y gotean sobre las aceras y los hombros de los viandantes, de forma imprevisible, porque es incidente que no se tiene en cuenta o están olvidadas las escurriduras que producía la ropa tendida, cuando la gente tendía la ropa en los balcones. Pequeñas cosas que se advierten al callejear.

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