El giro social del FMI
El principal logro de las recientes reuniones del Fondo Monetario Internacional (FMI) y del Banco Mundial ha sido situar la lucha contra la pobreza en el mundo en un lugar destacado de sus preocupaciones. No es poco teniendo en cuenta la retórica dominante en este tipo de asambleas de guión prefijado por los grandes, por las que deambulan, además de los ministros de finanzas y gobernadores de bancos centrales, algunos banqueros privados y sus acólitos salteadores de cócteles y recepciones de todo tipo.Las economías más convulsionadas por la crisis financiera de julio de 1997 presentan hoy un crecimiento sorprendente. Japón muestra, indicador tras indicador, un cuadro inequívoco de recuperación, y otro tanto puede esperarse para el próximo año del resto de las economías que cuentan internacionalmente. Queda fuera de la previsión de crecimiento en el 2000, situada en torno al 3,5%, un amplio número de países inmersos en un círculo vicioso que les impide ser generadores de crisis financieras pero no sufrir sus consecuencias. El Banco Mundial había dado la voz de alarma en los últimos años sobre la situación desesperada de esos países. Ahora, el FMI se hace también valedor de una estrategia que intenta compaginar la estabilidad y la reducción de la pobreza. El lanzamiento de una oferta crediticia del Fondo destinada a reducir la pobreza y al crecimiento, era anunciado por Michel Camdessus en la apertura de la reunión, al tiempo que se comprometía a participar en la iniciativa de recorte de la deuda de los países más pobres. En la determinación de ese giro social del FMI ha incidido, sin duda, la decisión de la Administración Clinton de cancelar la deuda de 41 de los países más pobres. Esa iniciativa, anunciada por Clinton, desencadenó una ola de declaraciones de repentina generosidad, insólitas en muchos años.
Nunca es tarde si la dicha es buena. Pero a condición de que esa doble sensación de complacencia instalada hoy en los organismos rectores de la economía mundial, la generada por las buenas perspectivas de crecimiento y por esta suerte de obra de caridad, no sirva para demorar las reformas del sistema financiero internacional precisas para reducir el riesgo de crisis. La prioridad que se dio el año pasado a esa voluntad reformista, la grandilocuencia con que se afirmó la urgencia de una nueva arquitectura financiera internacional, se presentaba, al término del cónclave financiero, más debilitada. Las condiciones que originaron, hace poco más de dos años, la más severa convulsión financiera del último medio siglo no han desaparecido. El único cambio perceptible ha sido una suavización de las exigencias del FMI sobre los movimientos de capital en las economías menos desarrolladas.
La adición de "un pilar social" a esa arquitectura, en los términos empleados por Camdessus, no permite identificar todavía el diseño y el plan de obra concreto que el sistema financiero internacional demanda. Sería frustrante que se tratara de una muestra más de la fácil retórica a la que nos tiene acostumbrados el director gerente del Fondo.
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