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Tribuna
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El zar Alexander

Fue una repetición exacta de aquella famosa escena de la película En busca del Arca perdida en la que, después de escapar a la frenética persecución de un tropel de esbirros bereberes, Indiana Jones llega a las profundidades del zoco. Cuando consigue librarse del último, inesperadamente se abre un pasillo entre la multitud: al fondo, muy ufano bajo un inquietante uniforme negro, surge un enorme guerrero con aire de verdugo que voltea un alfanje entre guiños y risotadas, dispuesto a rebanarle la cabeza. En el clímax de la tensión, Jones hace primero una mueca de desánimo y luego el gesto desesperado de amagarle un trallazo a la muñeca. De pronto se lo piensa mejor: mide la distancia, recoge el látigo, desenfunda el revólver, apunta con cuidado y le tumba de un tiro mientras se adorna con el condescendiente gesto de hastío que alguna vez hemos soñado hacer a todos los matones de guardarropía.Ahora la acción transcurría en las encrucijadas de Balaídos. Escondido en el legendario callejón del 10, frente a la guardia suiza del Lausana, Alexander Mostovoi recibió la pelota. Quienes le conocen bien se maliciaron alguno de esos recortes suyos que sirven indistintamente para derribar un árbol o para atrapar una mosca. Al menos hizo su inconfundible ademán de armarse con la pelota: clavó los tacos en el suelo, abrió el compás, apretó las rodillas y la recibió con el toquecito de freno que suele anunciar cualquiera de sus exhibiciones. Por las trazas, se la llevaría al pecho, la haría rodar por las escaleras el cuerpo, pim, pam, pum, y luego, quién podía saberlo, la escamotearía en un enganche seco, o quizá la reventaría de un rápido disparo a botepronto.

Alarmados ante tanta parsimonia, los defensores suizos revisaron urgentemente sus posiciones. Todo parecía estar bajo control: la línea bien plantada, las piernas en tensión para interceptar el último pase, y un hombre delante por si se imponía cerrar el tiro. Nadie podía reprocharles tantas precauciones; aquel extraño ruso con cara de místico y cuerpo de leñador era uno de los sujetos menos predecibles que recordaban. Su misterio empezaba en su historial; tenía algo más de treinta años, de modo que estaba en una de esas edades peligrosas que convierten a un buen jugador en un mal enemigo.

Sus cinco primeras temporadas en el Spartak de Moscú le habían valido un apreciable crédito en la Europa del Oeste. Entonces, los jugadores de la última Rusia soviética empezaban a hacerse reconocibles bajo su apariencia hermética, y sonaban con insistencia en los mercados capitalistas. Los nombres de Valeri Karpin y Viktor Onopko pasaban por las agendas de todos los intermediarios, y él mismo tenía una oferta del Benfica de Lisboa; podía ser una buena oportunidad para un pionero. Dos años después tenía un dudoso prestigio de trotamundos: sus sucesivos fichajes por el Caen y el Estrasburgo le valieron la misma fábula de inestabilidad y bohemia que precedía a algunos de sus compatriotas. Todo fue confuso hasta que en el año 96 apareció en Vigo y se puso a interpretar el juego como si fuese un problema musical: se especializó en manejar el tiempo y el ritmo. Desde entonces nadie ha conseguido adivinar sus verdaderas intenciones. Esta vez miró más allá de la multitud, recogió el látigo, sacó el revólver y apuntó a la base del palo. Cuando quisimos darnos cuenta, un viento azul recorría la grada, él estaba celebrando el gol, y los suizos, movidos por una inexplicable fuerza centrífuga, rodaban por el suelo como piezas de un enorme y desvencijado reloj de cuco. A tus órdenes, zar.

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