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Tribuna
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El curso

Están ahí de nuevo, con la mirada indecisa, gobernando en los ojos esos minutos raros que suceden a las presentaciones, una mezcla perceptible de curiosidad y falta de confianza. Caen en la clase como la lluvia que necesita aprender su camino, descubrir sus paredes, los rincones del árbol, la filtración que conducirá a una raíz desconocida. El primer día de curso vienen más arreglados en la elegancia o en el desaliño, dispuestos a defenderse de la incertidumbre con una reafirmación en sus camisas, en el corte de sus cabellos, en la calculada voluntad de sus gestos, en el modo de sentarse o de tomar apuntes. Las fotografías de las fichas mantienen en el cajón del despacho la quietud burocrática del primer día, porque la quietud y la burocracia son el disfraz de la duda, el traje regional del desconcierto. Ante la vida, ante el amor, ante el futuro, ante el conocimiento, las sonrisas clavadas en los labios y las preguntas dóciles de las instancias son un recurso consolador, la veladura de un hueco. Se parecen a los apuntes del primer día. Pero las caras y los apuntes cambian con la rutina, se abandonan a su realidad, a sus soledades, y empieza así la esgrima pedagógica, el esfuerzo de mirarse cara a cara, entre el aburrimiento, la seducción y las deserciones. Las primeras sillas vacías cumplen también su función en la clase. El profesor inició su carrera docente con muchos nervios, pero con una clara voluntad de certezas y seguridades. Consideraba que su tarea consistía en repartir seguridad, en ordenar la vida dentro de un cajón de despacho, en convertir las palabras en una sonrisa o una queja estable. Pero después de algunos años, muchos más de los que acierta a explicarse, ha aprendido que el único camino sensato es el reparto metódico de dudas. Hay alumnos que llegan con vocación de opositores, de mesa de camilla, de erudición, almas y ojos de creérselo todo. Conviene abrir las ventanas de la biblioteca, enseñarles a desconfiar de lo que se les dice. Otros alumnos llegan dispuestos a no creer, a no inquietarse, a sugerir con un gesto de fatiga que están de vuelta de todos los viajes. Entonces resulta divertido enseñarles a dudar de sus dudas, porque la duda de la duda no es lo mismo que la seguridad. Cada cual necesita un domicilio particular para convivir en la misma ciudad. Las ciudades universitarias son lo que queda flotando después del primer día de clase, el aprendizaje de una mirada, el ejercicio de interpretación y la duda, la búsqueda de un domicilio particular en el callejero común, el descubrimiento de una mesa de estudio, una librería, una película, una barra de bar, una cama. Da igual que las clases sean de ciencias exactas o de humanidades, de arquitectura o de medicina, porque la pedagogía, el papel de plata que envuelve al conocimiento, debe esforzarse en acompañar la formación de una mirada sobre la ciudad. Los primeros días de clase ponen en movimiento una ruleta que hace saltar la bola sobre las pizarras, los pasillos de las facultades, las aceras y los portales, hasta llegar a la luz de una ventana en la madrugada. ¿Quién vive? No sé pero decíamos ayer...

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