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Las bacinicas de don Casimiro

Las relaciones entre chilenos y españoles nunca han sido fáciles. Han sido, por el contrario, accidentadas, pasionales, con momentos de amistad, con muchos malentendidos, con no pocos episodios negros. La gesta de la independencia comenzó con un malentendido importante. Los sucesos de 1810, cuyo aniversario acabamos de celebrar aquí en Chile en medio de algunos incidentes antiespañoles, manifestaciones, hay que decirlo, parciales y minoritarias, fueron un gesto de adhesión a la monarquía tradicional, a Fernando VII, y de rechazo de las autoridades napoleónicas. No es fácil comprender cómo se transformó aquello, aquel grito inicial de lealtad monárquica en una relación abierta y en seguida en una guerra contra España. Existen algunas claves reveladoras, bastante útiles para entender las pasiones de hoy. Me ha tocado estudiar en años recientes, por razones puramente literarias, la figura de uno de los personajes de la época, don José Antonio de Rojas. Rojas era hijo primogénito de un hacendado rico, dueño de las tierras y las calderas de Polpaico. En su juventud viajó a España con la misión de conseguir un título de nobleza para su padre. Gastó en esta empresa parte de la fortuna materna y sólo cosechó portazos en las narices y desdenes. A su regreso pasó por Francia e Inglaterra y volvió con un cargamento de libros prohibidos y de máquinas científicas. Fue un ilustrado a nivel local, un cuasi conspirador, un hombre inquieto. Adquirió conciencia, como lo revelan sus cartas, de que era un español de segunda clase, y optó, entonces, por ser un criollo, un chileno, un partidario disimulado de la emancipación. Las noticias de la Revolución Francesa, y sobre todo las del Comité de Salud Pública y la guillotina, enfriaron mucho, sin embargo, su entusiasmo. Se transformó en un liberal extremadamente moderado, dispuesto a pactar con la Monarquía. Los funcionarios españoles no entendieron este proceso, ni en el caso suyo ni en el de muchos otros. Cuando se produjo la Reconquista, después de la derrota de O'Higgins en la batalla de Rancagua, y cuando llegó a Santiago Casimiro Marcó del Pont, el nuevo gobernador enviado por Madrid en 1814, Rojas, junto a un grupo de criollos destacados, fue desterrado a la isla de Juan Fernández. Era una isla insalubre, mal abastecida, invadida por vientos huracanados y por plagas de ratas. Conviene leer El chileno consulado en los presidios, de Juan Egaña, uno de los desterrados por don Casimiro. Es un clásico sudamericano, pero el intercambio entre los clásicos de España y los de América es y siempre ha sido prácticamente nulo. Los anglosajones, los de América del Norte e Inglaterra, han sido superiores a nosotros en este punto. ¡Cómo en tantos otros!Marcó de Pont se convirtió en Santiago en la caricatura del ocupante español, en un símbolo negativo. La imagen no fue del todo justa. Don Casimiro era un hombre inteligente, más bien moderno, aficionado a los libros y a los objetos de arte. La población santiaguina se burló de las bacinicas de buena porcelana que había traído en su equipaje, lo cual no pasaba de ser un detalle de higiene doméstica. El personaje adquirió una rápida fama de crueldad y de ser un afeminado, ¡un marica! Manuel Rodríguez, el guerrillero legendario, se dedicó a jugarle malas pasadas con notable astucia, con un éxito popular clamoroso. Mucho antes de la batalla decisiva de Maipú, la causa española en Chile ya era una causa enteramente perdida.

Como sabemos, el siglo XIX chileno fue afrancesado, pronorteamericano, con algunas influencias inglesas, y muy ajeno al viejo imperio español. José Victorino Lastarria se escribía con José María Blanco White, el cura sevillano que había colgado la sotana y escapado a Londres. Vicente Pérez Rosales se hizo amigo de los españoles que vivían exiliados en París, de Gorbea y de Moratín. Todos ellos desdeñaron a fondo a la España oficial. La comunicación de los intelectuales chilenos con la Península era francamente mala. En 1866, Madrid hizo un intento bélico de reconquista del Perú y de Chile. Uno de sus episodios finales fue el desastroso e inútil bombardeo de Valparaíso, puerto que entonces no estaba fortificado, por la escuadra española. Parecen historias muy antiguas, pero no lo son tanto. La generación de mis abuelos todavía tenía recuerdos de los incendios y las víctimas provocadas por los cañones del almirante Méndez Núñez. El almirante se tuvo que retirar con su flota y las relaciones no mejoraron durante décadas.

Podría contar muchos otros episodios de esta larga historia de incomunicación, de recelos, de susceptibilidades. En 1965, cuando trabajaba en la diplomacia chilena en Francia, me tocó participar en pequeña escala, desde mi posición de secretario de embajada, en la organización de una visita oficial del presidente Frei Montalva a diversos países europeos. La negativa de Frei Montalva a incluir a España en su gira provocó la indignación de las autoridades franquistas. Hubo presiones de todo orden, que conocí de cerca, y las relaciones de los dos países, una vez más, quedaron a mal traer. Después creí, supongo que con ingenuidad, que la transición chilena, tan celebrada en sus comienzos precisamente en España, iba a abrir una época de amistad privilegiada y estable entre los dos países. La detención de Pinochet fue un suceso inesperado, único, cuyas consecuencias todavía son muy difíciles de medir. Si alguien se hubiera propuesto encontrar una manera de poner freno a ese proceso de amistad, a esa mejoría de una relación que había sido difícil, no habría podido inventar ningún método mejor, más inesperado y más sorprendente en su eficacia.

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He seguido con la mayor atención los intercambios recientes entre los ministros Valdés y Matutes y confieso que no me han entusiasmado. He notado demasiada pasión, demasiada exasperación en ambas partes. Hasta el diálogo de Juan Gabriel Valdés con su colega británico Robin Cook parece más equilibrado, más fluido. ¿Será, me pregunto, que hemos vuelto, como a comienzos del siglo pasado, a ser anglófilos, y que el idioma común nos ha vuelto a separar de nuestros lejanos parientes peninsulares? Se toca estos temas y se tiene la sensación inmediata de haber entrado en un avispero. A veces me veo obligado a recordar que nunca fui partidario del pinochetismo, que fui, por el contra-

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Las bacinicas de Don Casimiro

rio, uno de sus enemigos pacíficos más encarnizados, y que no me arrepiento de haberlo sido. Pero tener que entrar en explicaciones previas de esta naturaleza ya me parece una forma de censura inaceptable. Habría que introducir en todo esto, pienso, un poco de serenidad, una reflexión más profunda, algo de perspectiva histórica. En sus respuestas, en sus dimes y diretes, el ministro Matutes da la impresión de creer que Juan Gabriel Valdés reacciona como reacciona porque está sometido a feroces presiones por parte del mundo militar. Al fin y al cabo, Valdés es un militante socialista, un miembro del mismo partido de Salvador Allende. De acuerdo con la visión española de estas cosas, debería saltar de gusto en lugar de irritarse tanto. Pues bien, creo con toda honestidad que esta percepción española y europea de la situación chilena es un error grave. Ni las libertades se perdieron en Chile en fechas fijas, por obra de un par de personas, ni han comenzado a recuperarse de la misma manera. El proceso ha sido lento, complejo, contradictorio. Me acuerdo de cuando trabajábamos para ganar el Plebiscito de 1988 y nuestros amigos europeos se reían de nosotros en nuestra propia cara. También había una percepción equivocada de las cosas de acá, y muy pocos se dieron después el trabajo de reconocerlo.

Desde luego, no todos los chilenos; ni menos todos los militantes del partido socialista, están de acuerdo con las actitudes del ministro Valdés. Somos un país discutidor, discrepante, que desconfía casi por principio de toda forma de oficialismo. Pero sé ponerme en el lugar de Valdés y estoy convencido de que sus reacciones no se deben a que tenga una pistola colocada en el pecho. Esto es un perfecto error. Y no hay que hacerse la menor ilusión. El entredicho de ahora es grave, de consecuencias largas y costosas. Don José Antonio de Rojas acumulaba rechazos y desdenes y después se alarmaba al divisar las orejas del lobo revolucionario. Era un liberal, un iluminado de su tiempo, a quien el miedo transformaba en conservador. En estas últimas décadas me he encontrado con muchos personajes parecidos. ¿Había que condenarlos, por eso, a la guillotina, o a los basureros de la historia, como se solía decir en la jerga de hace algunos años? Hay que juzgar, estoy de acuerdo, pero hay que entender. Y no hay, por encima de todo, que perder los estribos.

Jorge Edwards es escritor chileno

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