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Urbanismo y ecología

LUIS MANUEL RUIZ Sevilla, calle Adriano, poco más de mediodía. Casualmente me tomo una cerveza en la terraza de un bar, mientras leo sin mucha convicción algo, no sé, una página impar del periódico, un libro que acaban de prestarme: los ojos no se dejan arrastrar por las palabras y siguen espiando la calle, alguna mujer que pasa, perros. Un Audi con carrocería de plata cruza la hilera de coches aparcados, titubea, las luces de frenado encarnan el parachoques trasero. Rápidamente, entusiasmado por el modesto huequecito que ha logrado junto a un vado permanente, el vehículo se escabulle y desaparece en el compacto muro que rodea las aceras. Una sombra se aproxima dando cojeadas desde el extremo de la calle. La silueta que cojea y sigue acercándose, con un ritmo quebrado que parece que va a partirla en cada paso. El dueño del coche ya está fuera, se cerciora de que ha tomado todo, el diario, el teléfono portátil, las gafas de sol. En ese momento la sombra coja cae sobre él; da los buenos días con una vehemencia que traiciona que no espera una mera réplica. El dueño del coche, después de forcejear en un bolsillo, pone en la mano morena veinte tajantes duros: la sombra practica un amago de reverencia, farfulla algo, se marcha. Parece que todo ha terminado. Pero no. El conductor, que ya ha andado un buen trecho, calle arriba, es detenido por un sujeto de uniforme que le exige alguna cosa. Uno y otro se enzarzan en un intercambio de gestos, golpes bruscos de los brazos que cortan el aire con rotundidad de carnicero. El de uniforme señala algo, detrás, el conductor mira con rostro de quedarse en cueros. Un antipático aparatito con aspecto de expendedor de preservativos les observa desde la acera. Es la famosa máquina de tickets de la zona azul. El conductor debe elegir entre ticket o multa: veo que bufa y acude al aparato. Yo vuelvo a leer. Alguien me dijo que una mente preclara que habitaba un despacho de Urbanismo había ideado la zona azul con el fin de erradicar ese espécimen único de esta parte del Guadalquivir, el guardacoches o gorrilla, pero yo sé que no es verdad. Basta con contemplar el rostro de los viandantes foráneos para apercibirse de que la corporación municipal no puede estar tan ciega. Esos cuerpos escuálidos, surcados de vistosos moratones y cicatrices, esa coreografía irrepetible que despliegan ante la aparición de cualquier vehículo son patrimonio cultural de la ciudad, y muy obtuso tiene que ser un edil para intentar arrebatarnos esa parte tan conspicua de nuestra identidad, innegable como los toreros y las cigarreras. La zona azul está ahí simplemente porque tiene que estar. El problema es que la gente no se da un paseo por Dublín o Florencia (somos así de terruñeros), porque, de hacerlo, comprobarían que la zona azul es algo extendido y dado por válido a todo lo largo de las principales capitales de Europa. Sevilla está en la punta de la pirámide, tanto en materia urbanística como ecológica: qué otra ciudad se consagraría a proteger esa especie amenazada que es el gorrilla, alegría de tantos aparcamientos, personaje insustituible del paisaje urbano.

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