La destrucción de los puentes
A lo largo de la calle peatonal de Knez Mihailova, en el centro de Belgrado, los vendedores ambulantes ofrecen, entre otras mercancías, postales con edificios bombardeados, puentes destruidos o inmensos cráteres horadados en el asfalto de las carreteras. Algunas de las fotografías muestran el cielo nocturno del propio Belgrado o de Novi Sad cruzado por los haces luminosos de las bombas. También se puede conseguir un mapa desplegable de Yugoslavia en el que se han marcado minuciosamente, con pequeñas llamas rojas, todos los puntos atacados durante los 78 días de guerra. En la mayoría de los casos las leyendas que explican el significado de esos peculiares souvenirs son lapidarios y mordaces: Greetings from Novi Sad, Belgrade by night.En muchas conversaciones el sarcasmo también está presente, quizá como única trinchera frente a la invasión de un nihilismo contagioso e impotente. El visitante del Belgrado actual tiene fácilmente la impresión de que para muchos ciudadanos serbios el círculo se ha cerrado: entre el hastío producido por el régimen de Milosevic y la rabia desencadenada por los bombardeos de la pasada primavera apenas se intuye un resquicio de esperanza. La ciudad parece más abocada a la supervivencia que a la vida.
Algunos, a pesar de todo, tienen la paciencia de explicarse, y los que lo hacen se lamentan, antes que nada, de la fulminante simplificación de los hechos por parte de los diversos bandos. Creo que es cierto. Aunque no hubiera admitido interlocutores que negaran la tragedia de Kosovo, debo reconocer que tampoco los he tenido. Al contrario, por lo general, aunque desamparados por una oposición desorganizada y confusa, las voces son sorprendentemente claras cuando se refieren a la dictadura. Pero también exigen que la mirada -sobre todo la mirada occidental- adquiera la debida complejidad histórica y trate de penetrar más allá de la superficie.
El reduccionismo es siempre peligroso, cuando no facilita directamente el crimen. Los postulados fundamentalistas y excluyentes, sean religiosos o políticos, conllevan, antes o después, la sombra del terror, siendo el régimen de Milosevic a este respecto el último eslabón de un siglo desdichadamente rico en tales sombras. Pero la devastación de Kosovo, como antes la de Bosnia, no debería desvincularse tampoco de monstruosos errores políticos cometidos en el frágil tejido de los Balcanes y, en especial, para no ir más lejos en el tiempo, de la apresurada codicia que precipitó el fin de la antigua Yugoslavia.
Cuando el ciudadano serbio que todavía no ha sido poseído por la apatía, ese ciudadano tan contrario a la limpieza étnica como al dictador, pide una comprensión más compleja de lo sucedido tiene a su favor un argumento respetable: se pregunta por qué él -no Milosevic, o los ultranacionalistas, o los paramilitares, o las mafias-, y con él las ciudades y los pueblos, han debido sufrir el horror de 78 noches bajo las bombas enviadas por países en los que confiaba.
Después de la guerra escuché una entrevista con uno de los pilotos españoles que participaron en los bombardeos sobre Yugoslavia. Tuve la sensación de que ni siquiera se había planteado la posibilidad de que sus acciones podían resultar mortales. No sé si era de aquellos soldados "dispuestos a matar pero no a morir", pero aparentemente, según lo instaurado por la guerra del Golfo, confundía el combate real con el juego ficticio, sin que nadie le hubiera alertado de su confusión. Probablemente, muchos españoles hubieran opinado de igual modo, dado el ocultamiento y la hipocresía pública con que se trató aquí una guerra nunca declarada. Para la población serbia la guerra no fue virtual, sino ferozmente real: veían la destrucción fuera del marco de las pantallas. Dentro de éstas se libraban otras guerras. En la televisión estatal, Milosevic ocultaba el exterminio de kosovares y la derrota militar, y aún hay cortos de propaganda oficial que siguen ocultándolo sistemáticamente. Muchos serbios, no obstante, vieron, a través de las antenas parabólicas, una tercera guerra. Día tras día -noche tras noche-, diversas televisiones europeas, en particular italianas, les transmitían el bombardeo sobre sus cabezas. Esos ciudadanos tuvieron, por tanto, el raro y siniestro privilegio de asistir a una representación sin precedentes en la historia de la guerra: ver en directo, casi milímetro a milímetro, su propia destrucción.
Es difícil que un espectáculo de este tipo no haya dejado secuelas en la atmósfera nerviosa y fatalista de Belgrado. Sin embargo, quizá más demoledoras que las imágenes fueran las palabras que las acompañaban: bombas inteligentes, efectos colaterales, guerra humanitaria. Un profesor de la universidad, afrancesado y rabiosamente prooccidental, me preguntaba cómo podían haberse inventado tales expresiones y, particularmente, cómo los medios de comunicación las habían adoptado tan rápidamente y con tanta unanimidad.
Eso le pesaba mucho, pero en el fondo lo que más le pesaba, aunque sin decirlo, era la perversión lingüística favorita de los totalitarismos y que, en el caso de la última guerra europea del siglo, se utilizó con total impunidad: la sustitución de lo particular por lo universal que implicaba demonizar a los serbios -y a lo serbio- por delitos que incumbían a bien determinados dictadores y asesinos.
Aunque invisible, éste es el cerco más difícil de romper, pues al estado de sitio impuesto por Milosevic se le suma otro -psicológico, lingüístico, cultural- que empuja a la población a encerrarse en sí misma y que conduce a la creencia radicalmente desesperanzada en la imposibilidad del porvenir.
Nada de esto cambiará seguramente mientras no emprendamos la reconstrucción de los puentes que ahora permanecen hundidos en las aguas del Danubio.
Rafael Argullol es filósofo.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.