¿Ha sido España diferente?
El ilustre hispanista francés Joseph Pérez, en un artículo reciente (EL PAÍS de 7 de septiembre), suma su autorizada voz a la de los historiadores que últimamente nos dicen que España nunca fue diferente del resto de Europa y que en su pasado, con las lógicas luces y sombras, no cabe encontrar más de estas últimas que en otros países.Como acabo de publicar unos ensayos de historia económica donde defiendo una opinión contraria, permítaseme resumir los argumentos que, a mi juicio, permiten sostener que España, junto con Portugal, fue hasta hace poco y durante siglos distinta, en algunos aspectos importantes, de otros países europeos más avanzados.
El Banco Mundial, en sus informes anuales sobre el desarrollo, ha venido clasificando a todas las naciones con arreglo a su renta per cápita en tres categorías: ingreso alto, ingreso mediano e ingreso bajo. Pues bien, hasta 1980 no se sumó España a la primera categoría y Portugal lo hizo años después, en 1994. Además de tan tardía incorporación al grupo de cabeza, al que pertenecen los demás países de Europa occidental desde que comenzaron a hacerse esas clasificaciones hace casi medio siglo, ambas naciones ibéricas padecieron hasta los años setenta unos largos regímenes dictatoriales que constituían otra excepción en Occidente.
Tal singularidad parece remontarse en el tiempo, ya que España tuvo desde 1808 una historia que en el plano político puede calificarse de muy agitada y en el económico de poco boyante. Incluso cabe retroceder aún más y buscar antecedentes a la singularidad en la temprana decadencia del Imperio y en el desfase, aun en los momentos de mayor esplendor imperial, entre poder político y pujanza económica.
Muchos historiadores económicos y no económicos aceptaron esa idea del atraso relativo y buscaron explicaciones. Entre los primeros cabe citar a Nadal, Tortella, Vicens Vives y Vilar. El aislamiento, la geografía, una feudalización gradual en la Baja Edad Media, el fracaso de la Revolución Industrial en el sigloXIX, son algunas de las causas señaladas por ellos. Entre los segundos, Menéndez Pidal habló de que el español, junto a cierto estoicismo, tuvo en la cabeza durante siglos fumo di fidalgo y, en plena decadencia, se consideraba un pueblo elegido, con lo que hacía poco por salir del marasmo. Ortega, hace noventa años, decía que los españoles se habían "negado a realizar aquella serie de transformaciones sociales, morales e intelectuales que llamamos Edad Moderna. La historia de España se reduce, probablemente, a la historia de su resistencia a la cultura moderna".
Los argumentos que de un tiempo a esta parte se esgrimen en contra de esas posiciones son que España no llegó al sigloXIX tan postrada como se dice y que incluso en el ochocientos hubo, en palabras de los historiadores Fusi y Palafox, elogiados por Pérez, una revolución lenta y tranquila, con bastante progreso económico.
Los datos, sin embargo, no parecen confirmar esa opinión. El rápido declive del Imperio, la intensidad tan grande con que se dejó sentir en España la crisis del sigloXVII, el fracaso en lo principal del reformismo ilustrado del siglo XVIII, muestran una sociedad cerrada en sí misma, aferrada al pasado, incapaz de acoger en su seno ideas de cambio. Excesivamente unida en torno a unos valores sin duda encomiables en algunos aspectos y que habían propiciado -por poco tiempo, es cierto- la hegemonía mundial y hasta un Siglo de Oro de la literatura y la pintura, España progresó social y económicamente menos que otros países europeos. Una unidad desde los Reyes Católicos que, por su novedad respecto de tiempos anteriores, ha sido muy ensalzada. Lo decía ya en 1527 ante las Cortes castellanas el canciller imperial Gattinara "pues en conformidad de opiniones, en unión de señoríos, a todas las otras cristianas naciones España ahora sobrepuja". Una unidad que a la larga fue, sin embargo, nociva pues indujo a conservar más que a cambiar, con lo que costó más que en otras partes hacer las transformaciones de que hablaba Ortega.
Una unidad que, en cambio, se mudó en divisiones sin fin en la España del siglo XIX y de buena parte del XX. Pero tampoco esa mudanza trajo mejores tiempos. Hasta hace poco, nuestro país, por exceso o por defecto, no logró equilibrar unidad y pluralidad.
En suma, todavía en el sigloXVIII había un exceso de unidad que frenaba el progreso por la inercia y el conservadurismo que entrañaba. Después hubo pluralidad pero sin un denominador común que aglutinara a la población en una convivencia democrática. Hasta hace poco en España o bien se vivía en desequilibrio político y social o bien se imponía la falsa unidad por la vía de la dictadura.
Todo ello cambió y desde hace 20 o 25 años, incorporada al grupo de países más pudientes y con una democracia estable, la única "anormalidad" que presenta España es la de ser un país rico y libre en un mundo en el que aún son mayoría los pobres y los oprimidos.
Pero se trata de un hecho tan reciente que cabe afirmar que sí hubo una cierta singularidad en la península Ibérica en la Edad Moderna y en gran parte de la Contemporánea. Huelga decir que los dos países ibéricos tuvieron en común con los demás muchas cosas. Ninguna singularidad histórica, además, puede ser definitiva, ya que nada hay perenne en la historia. En el caso hispanoluso obedeció probablemente a un hecho crucial de la historia de la península Ibérica: la invasión árabe, cuya consecuencia mayor fue, por causa de las últimas etapas de la repoblación que acompañó a la Reconquista, el establecimiento tardío de un sólido régimen señorial, cuyo sistema de valores, precisamente cuando ese régimen se afincaba con fuerza en España, empezaba a ser sustituido en Europa por otros más favorables al progreso. Esos valores de la Baja Edad Media española perduraron más que en otros países y su erradicación tardó más y resultó más costosa. Por ello, la Revolución Industrial no se dejó sentir plenamente en la Península hasta hace poco.
Hoy España y Portugal viven al unísono de la Europa avanzada. Quizá hayan perdido carácter, personalidad, incluso genialidad, si es que alguna vez la tuvieron, pero han mejorado mucho su fortuna.
El historiador ha de celebrar esa modernización que echaba de menos Ortega. Suceso tan formidable, sin embargo, no ha de hacernos olvidar su carácter singularmente tardío. Empeñarse en llevar el presente hacia el pasado, movidos por la satisfacción que suscita advertir nuestra "normalidad" actual, es, aunque lo hagan historiadores de talla, ahistórico. Casi cabría decir que no se puede oponer una leyenda blanca a la leyenda negra en ninguna esfera del pasado y tampoco en la economía y la política. Dentro de la homogeneidad de la especie humana y de las semejanzas que se encuentran entre todos los países, sobre todo entre aquellos próximos, España y Portugal registraron en aspectos principales de su historia rasgos distintos de los comunes a Europa occidental y que en ambos países resultaron favorables para algunos empeños y desfavorables para muchos otros. Entre otras cosas, ello explicaría la paradoja de que Portugal y España fuesen en los siglosXV y XVI las dos grandes naciones descubridoras, constituyeran los dos primeros imperios ultramarinos europeos y luego se quedasen, por así decirlo, varadas en la historia, tardando más que los demás países de Europa occidental en tener un ingreso alto y vivir en democracia.
Y una última apostilla. Aceptar la singularidad ibérica pasada no es dar muestras de pesimismo o de complacencia ante los defectos propios. Al contrario, es reconocer que ningún país está incapacitado para mejorar su suerte material e intelectual.
Por sus avances tan notables del último cuarto de siglo desde situaciones de atraso secular, la historia de España y Portugal ofrece una nota de optimismo en el mayor y por lo demás enconado problema que tiene la humanidad al comienzo del tercer milenio: acabar con el subdesarrollo económico, social y político de buena parte del planeta.
Francisco Bustelo es catedrático de Historia Económica de la Universidad Complutense de Madrid.
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