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El siglo que viene

Parece ser que una diminuta batería que hay en mi ordenador se está corrompiendo, según traduzco literalmente del inglés del libro de instrucciones. Esa pieza corrupta, víctima del atolondramiento que afecta a las pilas de avanzada edad, aturrullada y torpe, pero aún viva, es la encargada de que cada vez que yo enciendo el ordenador aparezcan ante mí la fecha y la hora del momento, y hasta de realizar los cambios horarios sin mi concurso, por la relación que mantiene con un remoto satélite que le facilita la misión. Ahora, aparte de decirme sin ton ni son todos los días que ha realizado el cambio de horario, esa pobre batería afectada por la edad me asegura invariablemente que son las 23 horas del 31 de diciembre del 96. No la corrijo; recuerdo perfectamente esa noche y la época en que sucedió y a ambas las tengo por muy felices en mi vida. La corrupción de la batería, aunque sea de forma virtual, me devuelve unas migajas de aquella felicidad ya consumida, algo similar a que te repita un plato de cuyo sabor has disfrutado. Y por otra parte, ¿no me protege con su ofuscación de las nefastas consecuencias que según dicen los agoreros de la ciencia milenarista va a tener sobre todos nosotros la llegada del 2000? La corrupción de esa pila viene a ser como un parapeto que me protegiera de la barbarie del futuro inmediato y de la agria moral del "cada uno a sus uñas y tonto el último" que, según parece, está por llegar. Es corriente que la satisfacción, la alegría y la felicidad, por más pasadas y cibernéticas que se sepan, provoquen en quien las goza el deseo de ser honrado, solidario e incluso bueno. Quienes son felices son más amables y abiertos que los huraños y los desgraciados. O sería lógico que lo fueran. Cuando André Malraux escribió aquella citadísima advertencia que decía que el siglo próximo sería religioso o no sería, poco debía sospechar que acabaría por convertirse en un ingrediente más del revuelto apocalíptico que ha provocado la mayor y más sutil campaña publicitaria de las postrimerías de este siglo que agoniza, y que es mundialmente conocido por un nombre tan rotundo como acertado, el "efecto 2000". Un nombre desmedido, pero eficiente, capaz de ampliar su significado a todos los terrenos de nuestro temor, y no únicamente al informático, donde tuvo su causa y su origen. Tampoco sé si Malraux pudo imaginar que las formas religiosas del nuevo siglo -en Europa al menos- iban a adoptar un disfraz laico para así prolongarse, amparándose en la facilidad que dan los sinónimos, o las palabras de significado adyacente, para seguir hablando de lo mismo y conseguir que parezca otra cosa. Donde se decía "caridad", se pone "solidaridad", donde "hermandad", "humanitarismo", y poco importa, si con ese trueque se sigue dando de comer al hambriento, vistiendo al desnudo y visitando al enfermo. El próximo milenio se acerca a pasos de gigante mientras suben a pasos agigantados entre la población, por las desgraciadas circunstancias que lo preceden, esos valores, laicos también si se quiere, pero muy en concordancia siempre con los valores religiosos tradicionales de nuestra cultura, que se encargan de expandir y predicar esas nuevas órdenes mendicantes llamadas las ONG. Una solidaridad de los pobres con los menesterosos, un compartir el mendrugo de pan o la mitad de la capa, mientras las multinacionales, las poderosísimas y anónimas empresas de las que dependemos, devoran y engullen, insaciables, su pastel. Claro que también ellas tienen al alcance su dosis de religión para el próximo siglo. Hace diez años ya, en unas excavaciones en Tierra Santa, -¿dónde mejor?-, una estudiante de Arqueología de la Universidad de Harvard llamada Rachel Stark, encontró en el fondo de una vasija una figurita de bronce que representaba a un pequeño becerro, de apenas doce centímetros. Que fuera de bronce y no de oro es el único pero que se le puede poner a un hallazgo más que oportuno. Demostró que el Becerro de Oro, y la devoción de sus adoradores, no fue el resultado del delirio de algunos de los escribientes de la Biblia; que ha estado entre nosotros desde, al menos, hace tres mil quinientos años. Y su reciente reaparición viene a santificar desde la guerra más interesada hasta la opa más hostil. Así que parece cierto que, convenientemente disimulado y trivializado, por seguir el signo de los tiempos, el siglo que viene va a ser, si no religioso en el sentido estricto, si beato, y devoto del santo que a cada cual más le convenga. Pese a las reticencias de algunos obtusos, como por ejemplo mi ordenador.

Enric Benavent es escritor.

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