Política de la historia
Escribe Timothy Garton Ash en su estupendo artículo La verdad sobre la dictadura (Historia y Política, número 1, 1999) que una de las grandes cuestiones de nuestro tiempo consiste en responder a las preguntas -qué, quién, cuándo, cómo- acerca de lo que deberían hacer los países respecto a un pasado difícil. Los Estados posdictatoriales de Europa del sur y América Latina, los poscomunistas del centro y este de Europa, se han enfrentado en un momento u otro a este problema. Hay respuestas para todos los paladares: comisiones de la verdad, juicios, depuraciones, amnistías, líneas gruesas trazadas entre el presente y el pasado, políticas de olvido. Entre ellos, la manera española ha hecho ley: los políticos -todos, muy especialmente los socialistas- pusieron un exquisito cuidado en no hablar nada del pasado. Pero la historia mal enterrada se rebela contra sus sepultureros cuando pretenden hacer política con ella. La prueba la han ofrecido los diputados del Congreso con dos proposiciones no de ley para conmemorar el 60 aniversario del exilio. Es irónico que la primera proceda del PSOE, que dispuso de 14 años de poder casi absoluto y de un aniversario algo más rotundo -el 50- para rendir tributo al exilio y no lo hizo. Quizá la poca práctica sea la causa de su confusión al definir el origen de aquel trauma como un "golpe fascista militar", según se lee en la exposición de motivos, o un "levantamiento militar", como se dice en la proposición. En el primer caso sobra lo de fascista, en el segundo lo de levantamiento; pues si se califica de fascista, de lo que se habla es de una conquista del poder desde fuera del Estado por un partido político, a la manera en que los socialistas lanzaron también su revolución en octubre de 1934; vaya una cosa por la otra, dicen quienes justifican el golpe militar de julio de 1936. Y si se habla de levantamiento, se le otorga una dimensión popular que lo legitima, como lo hizo el cardenal Pla y Deniel cuando lo bautizó como "plebiscito armado". Por el lado del PP, cogido a contrapié por un texto que era en verdad un trágala, el origen de la guerra no es que sea confuso, es que ni se menciona. Aquí lo que hubo fueron tres años de enfrentamiento fratricida, de siniestra y sangrienta guerra; una guerra como caída del cielo. Y tampoco es eso: acumular adjetivos suele nublar la claridad del concepto. La guerra, que no se entiende en su desarrollo sin las profundas escisiones que dividieron a la sociedad española y europea en los años treinta, fue el resultado inmediato de un golpe de Estado militar, al que no es preciso añadir ningún calificativo más. Si el Ejército se hubiera mantenido leal a la República, como en 1934 frente a la revolución socialista y a la proclama catalanista, o hubiera sido capaz de organizar un golpe unánime contra ella, como hizo en 1923 contra la Constitución monárquica, la guerra nunca habría sido posible: nadie más que los militares disponía de armas para iniciar una guerra.
En todo caso, la cuestión de los orígenes de una guerra civil tan catastrófica como la española será siempre motivo de debate político y de discusión histórica. Lo que no tiene sentido es que por presumir ahora de lo muy antifranquistas que son algunos señores diputados, el Congreso haya ofrecido el lamentable espectáculo de hacer política -electoral, para mayor escarnio- con un drama de tan irreparables consecuencias como fue el exilio y no haber llegado a una resolución unánime, de carácter institucional, acordada por todos los grupos. El exilio español de 1936-39 tuvo un alcance infinitamente superior y causó unos sufrimientos tan horribles al menos como los ocasionados por ETA en todos los años de su criminal actividad: es una vergüenza que por hacer política de la historia no hayan merecido las víctimas del exilio un tratamiento del Congreso exactamente igual al que han obtenido, con toda razón y justicia, las víctimas del terrorismo.
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