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La revolución del milenio

El New York Times me pregunta, como parte de una encuesta que acaba de iniciar: ¿Cuál considera usted que ha sido la mejor revolución del milenio? La dificultad en contestar comienza por la ambigüedad o polivalencia del término mismo, "revolución". Hay en él un elemento así de ruptura como de retorno. La revolución de un planeta significa el regreso del astro a su punto de origen. Pero la revolución de una sociedad es todo lo contrario. Significa la ruptura del orden establecido y el movimiento hacia un futuro, esperanzadamente, mejor.

La asociación de los términos "revolución" y "progreso" fortalece la visión futurizable. Sin embargo, el elemento utópico presente en toda revolución es mucho más ambivalente. Al tiempo que aspira a una sociedad mejor, la revolución no sólo piensa en el futuro. También sueña, así sea inconscientemente, con el pasado, "la edad de oro", el tiempo original. De esta manera, la revolución sería, también, la restauración de un pasado impoluto. Tal fue, notablemente, la fe de Emiliano Zapata y su sueño de una Arcadia campesina en México.

Sin embargo, la asociación entre "modernidad" y "revolución" ha sido la fuerza motriz de la rebelión en Rusia, China o Cuba. El velo arrojado sobre el pasado le ha dado al pasado la maravillosa oportunidad de reaparecer disfrazado. La revolución, en Petrogrado, Moscú o La Habana, terminó por reforzar los más antiguos diseños de poder. En Rusia, el césaropapismo, la unidad del poder temporal y el poder espiritual, reaparecieron en la simbiosis del Partido y el Estado. En China, la "burocracia celeste" del antiguo Imperio de Enmedio reapareció bajo la túnica autoritaria del maoísmo y, en Cuba, Castro es heredero de las más añejas tradiciones del caudillismo hispanoárabe.

Acaso las dos revoluciones más coherentemente "modernas" han sido las de Francia y los Estados Unidos. Sin embargo, cuando el New York Times me pregunta cuál ha sido "la mejor revolución del milenio", me siento poderosamente tentado de salirme del reino de la política y pensar en Copérnico, Einstein, Shakespeare, Cervantes, Joyce, Piero della Francesca, Brunelleschi, Picasso, Beethoven o Stravinski, acaso revolucionarios más grandes que Washington o Mirabeau. Pero sitiado dentro del terreno de la política, sí estoy convencido de que la Revolución Francesa fue "la mejor revolución del milenio", sin dejar de calificarla con la famosa advertencia de Winston Churchill acerca de la democracia: "Es la peor forma de gobierno con excepción de todas las demás formas de gobierno que han sido intentadas de tiempo en tiempo".

La Revolución Norteamericana fue una rebelión colonial contra una potencia colonial. La Revolución Francesa fue una rebelión social, política y económica contra el Antiguo Régimen. No tuvo que expulsar a una potencia colonial. Tuvo que destruir un poder interno sustentado, durante siglos, por la tradición, la legitimidad y el paradójico matrimonio del absolutismo monárquico y el privilegio feudal. La Revolución Francesa tuvo que destruir violentamente las instituciones del Ancien Régime y reemplazarlas con formas nuevas y acaso improbables de autodeterminación y asociación civil.

Ambas fueron revoluciones violentas. El "Terror" francés mandó a la guillotina a 16.000 individuos -asunto de escasa monta, dice Jules Michelet en su Historia de la Revolución Francesa, si lo comparamos con las ejecuciones ordenadas por la monarquía a lo largo de 600 años. La violencia tampoco estuvo ausente de la Revolución Norteamericana, pródiga en ejecuciones sumarias de los "leales" a la Corona Británica. Tampoco se libró la Revolución de Franklin y Jefferson de su propio "Terror". Los Comités de Salud Pública de la Revolución Francesa tienen su antecedente en los "comités de seguridad e inspección", puestos en marcha para delatar y castigar a los enemigos de la Revolución Norteamericana. Tal fue, por ejemplo, el Comité para Detectar Conspiraciones, establecido por el Congreso Provincial de Nueva York.

¿"Terror"? Quizá las poblaciones indígenas de Norteamérica sufrieron más que la aristocracia francesa. Ambas Revoluciones, la Norteamericana y la Francesa, fueron confiscatorias de la propiedad privada. "Conspiradores notorios", "ausentistas", "refugiados" y "evasores" fueron todos objeto de expropiación en Norteamérica. Hoy serían favorecidos por una disposición británica comparable a la Ley Helms-Burton.

Ambas Revoluciones obligaron a un gran número de personas a emigrar. Hubo muchos más "emigrados" de los Estados Unidos, comparativamente, que de Francia. Los "balseros" que huían de la Revolución en Norteamérica por mar hacia la Terranova británica perecieron, en grandes números, en el océano.

Y ambas Revoluciones fueron maculadas por el sello infamante de la desigualdad. Proclamaron los derechos universales del hombre, pero excluyeron de ellos a la mujer, incapacitada para votar, y limitaron el sufragio a los propietarios. Pero, en tanto que Norteamerica había desarrollado una clase media creciente de pequeños propietarios, la Revolución Francesa hubo de ser mucho más radical en la ruptura de los privilegios de la propiedad, la creación de una nueva clase de propietarios y la implantación de las medidas jurídicas y políticas que semejante revolución requería. El hecho extraordinario, verdaderamente extraordinario en Francia, como lo hizo notar Michelet en su Historia es que, en toda Francia, el pueblo actuó espontáneamente, adelantándose a las leyes revolucionarias. El historiador la llama "la organización espontánea de Francia", un acontecimiento único, en tan grande escala, en la historia de la humanidad. (La organización espontánea de las comunidades rurales de Morelos por los zapatistas en 1915, descrita por John Womack, sería otro, aunque más modesto, ejemplo).

En 1789, a pesar de las limitaciones señaladas, casi cinco millones de franceses se volvieron, por primera vez, electores, y actuando por su cuenta formaron comités municipales cuyo primer encargo fue sustituir las impenetrables leyes de la monarquía con una legislación revolucionaria transparente. En 1791, el pueblo de Francia, avanzando más y más rápidamente que las autoridades revolucionarias en París, había creado, a lo largo y ancho de la nación, 1.200 nuevos funcionarios municipales y 100.000 ma-

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Carlos Fuentes es escritor mexicano.

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