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LA CRÓNICA Una fiesta en el trópico PEDRO ZARRALUKI

La otra noche, cuando conducía mi automóvil por la Via Laietana hacia el parque de la Ciutadella, un rayo formidable pareció querer indicarme el lugar a donde me dirigía. Jorge Herralde, para celebrar los 30 años de la editorial Anagrama, había organizado una fiesta que se iba a convertir en uno de los sucesos más espectaculares de los últimos años. Se nos había convocado a una carpa situada en el interior del parque zoológico. Todos los partes meteorológicos habían anunciado la llegada de fuertes tormentas, pero eso no parecía restar ningún ánimo a los invitados, que acudían en masa a tan arriesgada celebración. Las cabras, desde sus montañas de Montserrat en miniatura, contemplaban impasibles la llegada de la gente. Sin embargo, el agradable paseo por el parque iba a acabar a la carrera. Grandioso y puntual, el diluvio comenzó al mismo tiempo que la fiesta. Al principio se vivió la lluvia con cierto fastidio. Bajo el toldo de la entrada, el anfitrión, que demostró tener un poder de convocatoria a prueba de aguaceros, recibía a los asistentes, que se apiñaban a su lado para ponerse a cubierto. Junto a él, Lali Gubern se quejaba de la poca seriedad de las monjas clarisas, a las que había llevado huevos y un donativo para alejar el riesgo del agua. Pasé al interior de la carpa. Había allí una variada representación del mundo de las letras. Se respiraba cierto ambiente de inicio de curso tras el descanso estival. Las conversaciones versaban sobre viajes y poblaciones de costa. Pero, en el exterior, la tormenta arreciaba. Comenzaron a dirigirse algunas miradas preocupadas hacia el techo de lona de la carpa. El ruido que hacía el agua era tan grande que parecía que fuera a perforarlo. Aun así iban llegando nuevos invitados. Un autor de la casa me comentó que se había formado una laguna a la entrada del parque, y que la había podido cruzar gracias al coche que se utiliza para llevar el alimento a las fieras. Otro asistente nos abordó con un vaso de vino en la mano. "No sé si sabéis que estamos al nivel del mar", dijo, "moriremos todos". Y a continuación, muy flemático, cambió de tema. Cuando Jorge Herralde dirigió unas palabras a sus invitados, el chaparrón era tan grande que resultaba difícil oírle. Impertérrito ante el apocalipsis que se nos caía encima, hizo una apasionada defensa de la cultura más abierta y cosmopolita. Habló también Christian Bourgois, y por último lo hizo Carmen Martín Gaite en nombre de todos los autores de la casa. Los truenos retumbaban sobre nosotros. Las puertas batían con las ráfagas de viento. El estruendo era ya total. El suministro eléctrico tuvo un desfallecimiento del que no llegó a recuperarse del todo. La luz se volvió más íntima y la fiesta, en aquel lugar perdido del mundo, agitado por los monzones y rodeado de fieras salvajes, se volvió ya imparable. Mucho rato después todos bailábamos el mambo de moda mientras los camareros recogían los restos de la cena. Sólo entonces se me ocurrió asomarme a la puerta de la carpa. La lluvia había cesado sin que nos diéramos cuenta, y se respiraba una inmensa tranquilidad. Salí a dar un paseo. La noche era magnífica. Frente a mí, bajo la luz crepuscular de los focos, las cabras paseaban de nuevo por sus montañas de mentira. Escondido en la oscuridad, me volví hacia la carpa. A un lado de la entrada había un gran letrero: "Natura misteriosa. Gran exposición de los animales más fascinantes y peligrosos del mundo". No es para tanto, me dije. Y regresé a por otra cerveza.

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