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La forma partido JOSEP RAMONEDA

Josep Ramoneda

Ya sé que en campaña electoral se considera una descortesía plantear cuestiones que vayan más allá del día de las elecciones. Pero la lista que encabeza Pasqual Maragall presenta una verdadera novedad en la cultura partidaria de este país: una muy sustancial presencia de independientes. Hasta el punto de que una tercera parte de los lugares con posibilidades reales de elección están ocupados por ciudadanos que no militan en el PSC. Es un precedente en la pequeña historia de la democracia catalana y española. Y, sin duda, anuncia cambios sustanciales en la estructura y organización de los partidos políticos. Las instituciones siempre van por detrás de la sociedad. Hace tiempo que la opinión publicada avisa sobre el carácter arcaico de los partidos políticos. En este periodo se ha producido un significativo descrédito de la política. No es sólo imputable a las rigideces de la forma partido, aunque éstas hayan ayudado. La impotencia de la política ante el poder económico y la habilidad de éste para convertirla en chivo expiatorio de todos los males de la sociedad han socavado profundamente el prestigio de los gobernantes. La sociedad ha cambiado. Los partidos modernos se consolidaron en momentos de máxima tensión de la lucha de clases, en que actuaban como verdaderos ejércitos a la conquista de la hegemonía social. Su papel no se reducía a canalizar la representación política, sino que pretendía un amplio control ideológico y práctico de la sociedad. En las sociedades complejas, en las que los conflictos no se reducen a una oposición simple, los partidos han ido perdiendo activismo y creciendo en burocratización. La idea leninista sigue instalada en todos los partidos: cuando llegan al poder, su primera preocupación es extender su hegomonía al campo económico y mediático. Lo hizo Convergència, lo hizo el PSOE, lo ha hecho el PP. Pero las posibilidades de control social no son las mismas ahora que en periodos anteriores. La sociedad civil tiene muchos recovecos y la política ha pérdido reputación y capacidad de atracción. La presencia de independientes en las listas puede tener una lectura coyuntural: una moda pasajera, en momentos en que la entrada en un partido político es a menudo vista como expresión de cierta voluntad carrerista. Pero creo que es algo más profundo. Este descrédito de la política es una reacción ciudadana contra un estado de cosas que no gusta. En el fondo expresa una exigencia: los políticos tienen que hacer más y mejor. La figura del independiente expresa en cierto modo esta voluntad de romper una casta demasiado encerrada en sí misma. Los partidos siguen siendo necesarios para articular la representación política. Cargárselos sería destruir la democracia, pero no reformarlos sería disminuir considerablemente la vitalidad de la misma. La reforma de los partidos políticos es condición de una urgencia: la recuperación de la política. Día a día, el ciudadano descubre razones que hacen indispensable construir contrapesos, sustentados sobre la legitimidad democrática, a la dinámica del poder económico. Los años de transición liberal han sido suficientes para disipar las dudas. Pero en una sociedad en la que el individuo adquiere mayor protagonismo y las pertenencias son múltiples, a veces incluso contradictorias, los partidos son un cauce demasiado estrecho. Las rigideces ideológicas no casan con la sociedad abierta. Y cuando el poder burocrático sustituye a la ideología, el partido es rechazado porque aparece como una casta, cargada de intereses de grupo, refractaria a cuanto venga del exterior. El día a día de la vida política es duro y sórdido. Y los denostados aparatos aguantan un sistema que sin ellos quizá hubiera hecho agua. Pero no se puede seguir con el mal menor. Hay que avanzar hacia un partido cuya opinión, propuestas y programas no estén secuestrados por un grupo social con tendencias aislacionistas como es la militancia. Una organización en la que simpatizantes y electores tengan la palabra y encuentren los cauces adecuados para hacer llegar su voz hasta las alturas. Los partidos políticos tienen que ganar en flexibilidad y eficacia y perder su tendencia a perpetuar la cultura religiosa en el campo político. Se acabaron los tiempos de las ortodoxias y de las heterodoxias, de la negación de las discrepancias, de la restricción del lenguaje. Los partidos que se construyen sobre las unanimidades y la disciplina férrea pueden vivir momentos felices hoy, desde el punto de vista del goce del poder, pero anuncian mal pronóstico para el futuro. Porque en estos partidos, cuando pierden el poder, explota toda la tensión contenida, y lo que debería ser discusión y apertura se convierte en crisis. La actualización de los partidos políticos debería ir acompañada de la proliferación de asociaciones intermedias: grupos de opinión emanados de la llamada sociedad civil que pongan voz a la pluralidad de objetivos e intereses. El problema de las democracias avanzadas es que el diálogo se sustituye por la persuasión del líder que se dirige directamente a la ciudadanía, y los grupos sociales que tienen posibilidades efectivas de hacer oír su voz se reducen. Puede que los partidos políticos tarden en evolucionar. Entre otras cosas porque cuando gobiernan se olvidan de las buenas intenciones democráticas. Basta ver la última experiencia: el PP es un partido rígido y cerrado en el que no se mueve un dedo sin la voluntad de su presidente. Pero la presencia más que significativa de independientes en las listas de Maragall no es una anécdota. Expresa cierto sentir ciudadano sobre los partidos políticos y la necesidad de abrirlos a la sociedad, invirtiendo los términos clásicos. Si durante muchos años el partido fue un ejército a la conquista de la sociedad, ahora, que de aquello ya sólo queda la caricatura burocrática, el partido debe ser un cauce de representación extremadamente permeable a los intereses, los sentimientos y las opiniones de los distintos grupos sociales.

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