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La residencia

Si el relato que hemos escuchado responde fielmente a la realidad, aquella residencia de Aravaca es la Casa de los Horrores. Cómo si no definir el cuadro descrito por las ex empleadas de la residencia Virgen de la Oliva, que la Comunidad de Madrid ha expedientado hace unos días por el trato vejatorio que supuestamente reciben allí los ancianos. Cuentan las denunciantes que a los viejos les rebajan con agua la leche y los zumos, que en invierno sólo enchufan la calefacción una hora y que en verano no ponen los ventiladores para ahorrar electricidad. Aseguran que las cocinas son el reino de las hormigas, cucarachas y salamandras, y que alguna vez han tenido que disputar el territorio con las ratas. Diecinueve internos sufrieron este verano una epidemia de sarna, y el pasado hubo cosecha de piojos. Dicen además que la carencia de material sanitario obliga a pinchar la insulina a varios diabéticos con la misma aguja, y que faltan pañales, bolsas de sondas, desinfectantes y medicamentos. La penuria, según explican, alcanza especialmente a los productos de limpieza e higiene, hasta el extremo de verse obligados a utilizar la misma esponja con siete u ocho ancianos, y a lavarles con Mistol por falta de jabón. Eso y más relatan las trabajadoras, que fueron despedidas por enfrentarse a la directora de tan sospechosa institución. Ella lo niega todo, pero la acusan hasta de vaciar las cuentas corrientes y cartillas de ahorros de los internos con las facultades mentales más mermadas. Son imputaciones muy serias que los jueces habrán de investigar bien a fondo, y que de ser ciertas requerirían una acción sancionadora dura y ejemplar, un castigo que fuera más allá de la simple clausura del centro. Castigo que, en el mejor de los casos, tampoco lavaría la conciencia social sobre el trato que reciben en ocasiones los ancianos. Sólo el que puedan suceder situaciones como las relatadas ya pone en cuestión el sistema de inspección y los mecanismos de que dispone la Administración para garantizar a los mayores un trato cuando menos digno. Esa residencia de Aravaca no era un centro de caridad, que acogiera a personas sin recursos; no era, ni mucho menos, el clásico asilo para pobres que tanto juego ha dado en la narrativa literaria. Los viejos de Virgen de la Oliva pagaban entre 120.000 y 140.000 pesetas mensuales. El dinero no es garantía de un servicio adecuado, con personas muchas veces disminuidas, acobardadas y casi siempre indefensas, ante el proceder indeseable de cualquier desaprensivo. En el mejor de los casos, no estaríamos hablando de un caso aislado; en la Comunidad de Madrid hay legalizadas 436 residencias de ancianos, de las cuales 368 fueron investigadas por los servicios de inspección regionales. Una de cada tres fueron denunciadas por distintos motivos, se abrieron expedientes a 60 centros y 6 de ellos fueron clausurados fundamentalmente por deficiencias higiénicas y malos tratos a los internos. Son cifras que revelan la necesidad de extremar las medidas de vigilancia para evitar que abusen de quienes son manifiestamente vulnerables.

Hay, sin embargo, otros datos que resultan socialmente más preocupantes y de los que no se puede culpar a los negociantes sin escrúpulos ni a la maquinaria administrativa, que debería mantenerlos a raya. La difusión, por los medios informativos, de los presuntos horrores acontecidos en la residencia Virgen de la Oliva apenas conmovió a los familiares de los ancianos. Sólo cinco familias de los 49 ancianos oficialmente registrados en ese centro se pusieron en contacto con la Comunidad de Madrid en los primeros días para interesarse por la suerte de sus mayores. Sólo cinco viejos tuvieron el honor de que alguien se preocupara por ellos a pesar de la trascendencia que alcanzó el alarmante relato sobre lo que podía estar pasando allí dentro. Ni la comida en mal estado, ni la falta de atención, ni la suciedad, ni las ratas y cucarachas, nada es tan penoso para un anciano como la soledad y la ausencia de calor humano. Más punible y reprochable aún que el trato deficiente que puedan recibir los ancianos en las residencias es el olvido y el abandono al que muchas veces les someten quienes antes recibieron tanto de ellos. A todos nos gustaría llegar a viejos, pero no en esas condiciones, puede que no merezca la pena.

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