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Timor: del sueño a la pesadilla JOAN B. CULLA I CLARÀ

En estas baqueteadas postrimerías de siglo, después de las hambrunas en Somalia o Etiopía y las mutilaciones en Sierra Leona, del genocidio en Ruanda y las deportaciones en Kosovo, resulta notable que alguna tragedia causada por el hombre consiga aún conmovernos e indignarnos, máxime si tiene por escenario una isla perdida en el otro confín del globo, si afecta a un pueblo pequeño e irrelevante y si, durante un cuarto de siglo, ha merecido una atención informativa tan escasa como esporádica. Y, sin embargo, dentro de la siempre disputada clasificación de la injusticia y del horror contemporáneos, el caso de Timor Oriental ocupa un puesto de cabeza. Lo ocupaba ya mucho antes de que, en la última semana, las atrocidades de las fuerzas proindonesias en aquel territorio hayan sublevado -¿pasajeramente?- a la opinión pública mundial. Sometido durante cuatro siglos y medio a la lejana y negligente férula del colonialismo lusitano, el pueblo maubere o timorés experimentó, al calor de la revolución portuguesa de 1974, un rápido proceso de toma de conciencia política en sentido inequívocamente independentista. Si, a pesar de eso, no compartió la suerte de caboverdianos, guineanos o angoleños -poco dignos de envidia, desde luego, pero al fin y a la postre libres-, ello fue debido a los antagonismos y a las fiebres izquierdistas de sus inmaduros dirigentes, sin duda, pero sobre todo a un cúmulo de circunstancias exteriores que manipularon el destino del país y de sus gentes: la dejadez y el abandonismo de Lisboa, ella misma empantanada por entonces en experimentos revolucionarios; los temores de Washington -estábamos en 1975, la fecha de la derrota en Vietnam- a una extensión del dominó comunista por Extremo Oriente, temores que llevaron a Gerald Ford y Henry Kissinger a bendecir la invasión indonesia el 7 de diciembre de aquel año; y, acto seguido, el cínico pragmatismo australiano con respecto a Yakarta, la realpolitik de las grandes y pequeñas potencias, deseosas de no incomodar a un socio -económico o militar- tan poderoso como el régimen de Suharto, la aceptación casi general del fait accompli... Amparada en un black out informativo total -como el que en estos días trata de volver a conseguir-, la ocupación militar indonesia de Timor Este no sólo redujo en pocos años la resistencia armada independentista, sino que castigó brutalmente a la población civil: ejecuciones en masa, bombardeos de aldeas y el hambre estratégicamente provocada ocasionaron entre 1976 y 1979 no menos de 150.000 muertos timoreses, el 20% de la población total; a día de hoy, la suma puede alcanzar las 300.000 personas. Tras este exterminio de rasgos casi pol-potianos vino la política de asimilación de la así llamada "27ª provincia": asentamiento de funcionarios y colonos indonesios, imposición del bahasa, la lengua oficial indonesia, reclutamiento de colaboracionistas locales... y represión implacable de cualquier protesta nacionalista, como quedó ilustrado con la matanza del cementerio de Santa Cruz, en Dili, en noviembre de 1991. Que, tras soportar este trato durante 24 años, el martirizado pueblo timorés haya sido capaz de conservar sus sentimientos de identidad nacional, su lengua tetun y su voluntad de autogobierno sin otro amparo institucional que el de la Iglesia católica local -no, ciertamente, el del Vaticano-; que, venciendo al terror orquestado por los ocupantes, acudiera a las urnas en masa y votara casi al 80% por la independencia es algo que debe merecer admiración y simpatía de cualquier demócrata, de cualquier ser humano decente. Contribuyeron a hacerlo posible con su tenaz apoyo diplomático a la causa de Timor Oriental, los países del África lusófona y el mismo Portugal, desde 1986, bajo el impulso de Mario Soares. La pérdida de cotización estratégica de Indonesia tras el fin de la guerra fría, la crisis económica del archipiélago y la subsiguiente caída del dictador Suharto hicieron el resto. Pero, ni antes ni después del referéndum, la cuestión timoresa no es un asunto interno de Indonesia. Como proclamó Xanana Gusmão ante el tribunal que le juzgaba en Dili, en marzo de 1993: "El caso de Timor Este es un caso de responsabilidad de la comunidad internacional, un caso de derecho internacional, un caso en el que están comprometidos los principios universales, un caso en el que fueron manipuladas las normas de descolonización de la ONU, un caso de flagrante violación, por parte de Indonesia, de las reglas universales del derecho, la paz y la justicia". Hoy, la violación sigue y se agrava por el empeño de la casta militar que manda en Yakarta de abortar el acceso de la pequeña nación a la soberanía; les duele perder 19.000 kilómetros cuadrados, pero les duele más que el ejemplo timorés pudiera cundir en Papúa Occidental, en Aceh (Sumatra) o en las Molucas del Sur. En su libro testimonial Mañana en Dili, publicado en portugués en 1994, el líder de la "diplomacia" timoresa y premio Nobel de la Paz, José Ramos-Horta, escribía: "Comencé a soñar en un Timor Oriental libre e independiente algunos años antes de la Revolución de los Claveles. Y a lo largo de más de 20 años he procurado dar lo mejor de mí mismo por un Timor Oriental libre. Fue siempre un sueño. El sueño no murió". ¿Permitiremos que perezca, ahogado en sangre, cuando estaba a punto de realizarse?

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