Justicia médica
En la década de los setenta del presente siglo, la Ética Médica se puso de largo, primero en Estados Unidos y después en Europa. Había nacido en Occidente antes de Cristo, con el célebre juramento de Hipócrates, pero el tiempo la transformó hasta convertirla en un complejo saber, apenas semejante ya al de los orígenes. El inusitado progreso tecnológico de la segunda mitad de este siglo había aumentado prodigiosamente el poder médico, tanto de sanar como de cambiar la vida personal y compatida; por eso se hacía necesaria una nueva ética, tanto en el caso de la medicina como en el de la enfermería. El marco último de una ética semejante vendría dibujado al hilo del tiempo por cuatro principios, apuntados de forma incipiente en el llamado Informe Belmont (1978): el principio de No-Maleficencia prohíbe los tratamientos contraindicados; el de Beneficiencia exige hacer el bien al paciente; el de Autonomía, tener en cuenta su voluntad a la hora de tomar decisiones drásticas, y, por último, el principio de Justicia exige una distribución justa de los recursos en la procura del bien "salud".
A lo largo de un par de décadas ha ido discurriendo la Bioética sobre el significado y el peso de cada uno de estos principios para lograr una buena práctica asistencial e investigadora. Temas tan centrales para la vida humana como el consentimiento informado, las directrices anticipadas o la confidencialidad han ido viendo la luz, pero parece que en nuestros días sean las cuestiones referentes al principio de justicia las que reclaman una especial atención, porque se encuentra en una situación de "alto riesgo" en distintos países, y muy especialmente en el nuestro.
Las acusaciones de ineficiencia y despilfarro de que está siendo objeto el sistema de sanidad pública reclaman, sin duda, reformas que apuesten por una mayor eficiencia en la gestión de los recursos, pero conviene aplicar bien este discurso de la eficiencia y no acabar tirando al niño con el agua de la bañera.
En realidad, la gestión sanitaria sólo será verdaderamente eficiente si se encuadra dentro de un marco de justicia social que se comprometa a cumplir al menos dos requisitos: cubrir unos mínimos universales de justicia sanitaria a los que no pueden renunciar un Estado social y una sociedad que se pretenda justa, y percatarse de que para satisfacerlos no bastan las reformas del sistema sanitario en sentido estricto, no bastan las medidas económico-políticas, sino que es también necesario que la sociedad en su conjunto apueste por nuevas formas de vida. De igual modo que la educación es asunto de la sociedad toda, de igual modo que puede hablarse de una "educación formal" transmitida a través de la Escuela y de una "educación informal", propiciada por la familia, los medios de comunicación y el entorno social, también la sanidad es cuestión de la sociedad en su conjunto. Por eso el discurso de la eficiencia, verdaderamente ineludible en sanidad, debe cobrar todo su sentido en un marco de justicia que reclama la satisfacción de unos mínimos irrenunciables y la transformación de la vida social.
En efecto, recordemos cómo fue el nacimiento de los Estados sociales, en forma de Estados del bienestar, el que trajo de la mano la convicción de que la asistencia sanitaria es un asunto de justicia social, un asunto público, y no una cuestión privada. Razones diversas abonaron una convicción semejante, desde las puramente economicistas hasta el reconocimiento de dos hechos morales: la salud es un bien tan básico que la atención sanitaria no puede quedar al juego del mercado, y a mayor abundamiento, la financiación privada de la sanidad aumenta las desigualdades injustas. La atención sanitaria se reconoce como un derecho humano al menos desde 1948, y el Estado social de derecho se juega su legitimidad, entre otras cosas, en procurar atención sanitaria a todos sus miembros. Habida cuenta de que la mayor parte de países de la Unión Europea han tomado la forma política del Estado social, la universalidad de la atención sanitaria debe ser una de las exigencias en su concepción de la justicia médica.
Una exigencia semejante resultaría imposible de satisfacer sin duda si conservamos la célebre definición de salud que dio la Organización Mundial de la Salud en 1947, según la cual, la salud es "un estado de perfecto bienestar físico, mental y social, y no sólo la ausencia de afecciones o enfermedades". Pero sí pueden satisfacerse de un modo razonable las necesidades de salud, si la entendemos, con el Hastings Center (1996) como "la experiencia de bienestar e integridad del cuerpo y de la mente, caracterizada por una aceptable ausencia de condiciones patológicas y, consecuentemente, por la capacidad de la persona para perseguir sus metas vitales y para funcionar en su contexto social y laboral habitual". Procurar esta "aceptable ausencia de condiciones patológicas" en todos sus miembros es obligación de justicia en un Estado social, y por eso importa fijar el "mínimo decente" o "mínimo razonable" de salud que está obligado a cubrir. Pero importa también saber cómo debe cubrirlo, y en este punto es en el que el principio de justicia médica se encuentra en situación de alto riesgo.
Ante los problemas de financiación que aquejan a la sanidad pública, sectores neoliberales proponen reformas que hunden sus raíces en un "núcleo duro": proponen sustituir la expresión "Estado del bienestar" por "sistema del bienestar", para indicar que el Estado no es el único que debe procurar el bienestar a la ciudadanía, sino que "agentes del bienestar" son también las familias, las empresas y las organizaciones cívicas. La sociedad civil -se recuerda- es también responsable de esos bienes que tradicionalmente forman parte del "bienestar", como es el caso de la atención sanitaria, y por eso importa que asuma su protagonismo.
Ciertamente, que los agentes de la salud, al menos en nuestro país, han sido sobre todo las familias, y casi exclusivamenten las mujeres, ayudadas por los profesionales de la sanidad y por las infraestructuras públicas, es una obviedad. Que los fondos con los que se ha financiado la gestión de la salud proceden de la ciudadanía, es la segunda obviedad. ¿Qué significa ahora este recuerdo de que la salud de la población no es cosa sólo del Estado, sino también de la sociedad civil? Dos cosas puede significar al menos, una de ellas inadmisible; la otra, indispensable.
En efecto, entienden algunos sectores sociales, en primer lugar, que el Estado debe recabar impuestos, y los gobiernos deben nombrar a los gestores, contratar a las empresas que han de gestionar los recursos y pedir el concurso solidario y afectivo de las familias y las organizaciones cívicas, a las que prestan ayudas simbólicas. Manera ésta de entender la sociedad civil muy común en el neoliberalismo, que deja a los enfermos crónicos y poco rentables en manos de los sectores solidarios (familias, hospitales públicos y organizaciones cívicas) y se apresta a gestionar de forma eficiente desde el pacto política-empresas las enfermedades más rentables.
En segundo lugar, entienden otros sectores que ciertamente el sistema sanitario es una cuestión no sólo política, sino de la sociedad en conjunto, pero que esto significa exigir al poder político que introduzca el discurso de la eficiencia y la equidad en la gestión de la salud mediante sistemas mixtos que ni desmantelen la ya existente red pública, ni eludan la atención a las enfermedades que no son rentables, e invitar a la sociedad a asumir unas formas de vida inteligentes, que pueden tomar como hilo conductor las cuatro metas que el Hastings Center proponía en 1996 como metas de la medicina: prevenir la enfermedad y promover y mantener la salud, aliviar el dolor y el sufirmiento causados por la enfermedad, curar a quienes pueden serlo y cuidar a quienes no pueden ser curados y, por último, evitar la muerte prematura y velar por una muerte en paz. Recordar estas cuatro metas supone apostar por la prevención responsable más que por la curación, por la calidad de la vida en lugar de la cantidad, reconocer la naturalidad de la enfermedad y de la muerte, esforzarse por procurar la paz al final de la vida.
Urge la reforma, quién lo duda, pero no cualquier reforma, sino una en profundidad que afecte a las formas de vida. Introducir el modelo de gestión empresarial en los hospitales, asumir el discurso de los contratos flexibles, los incentivos y el análisis del coste-beneficio puede acabar desmantelando una red pública ya existente sin ofrecer calidad a cambio sin una transformación de las formas de vida.
Adela Cortina es catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia.
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