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Reportaje:

Pintar contra el tiempo

Evaristo Guerra tiene 56 años y vive obsesionado con la muerte. Este pintor nacido en Vélez-Málaga ha desarrollado casi toda su carrera en Madrid, pero su obra más ambiciosa le espera cada verano, desde hace tres años, en su pueblo. Un día decidió que quería hacer un regalo a la patrona, la Virgen de los Remedios, cuya ermita, del siglo XVI, envejecía olvidada de casi todos en la parte alta del pueblo. Decidió decorar los 1.050 metros cuadrados de paredes con su pintura y dispuso consagrarse a este trabajo, desinteresadamente, los meses de julio y agosto de cada año. Pero surgió un problema. Se aficionó a los pinceles finos, que le permitían plasmar con más minuciosidad el paisaje axárquico, motivo principal de su pintura. "Desde que descubrí el pincel del uno estoy hecho un desgraciado", se queja. "No me cunde. Creía que iba a terminar el trabajo en cinco o seis años, pero al ritmo que voy, he calculado que me llevará 16 veranos (ahora lleva cubiertos 200 metros cuadrados). Dentro de 16 años tendré 72. Cada verano me cuesta más subirme al andamio", se queja. Por eso ahora Guerra, que cuando comenzó su obra tenía decidido no cobrarla, ha empezado a moverse para intentar que la Diputación Provincial de Málaga le subvencione seis meses de trabajo. Esto sólo le ahorraría tres veranos, pero asegura que si pudiera pintar ocho meses de corrido, le cundiría mucho más. "Yo voy entrando en calor con el trabajo conforme transcurre el verano, y cuando me empieza a cundir es justamente cuando tengo que irme a Madrid. Si pudiera trabajar ocho meses seguidos, llegaría a adelantar lo suficiente como para poder terminar la obra en cuatro años más", explica. Guerra cuenta que su obsesión por la falta de tiempo surgió hace poco, cuando se enteró de la noticia de la muerte repentina de un amigo de su edad. "La muerte no perdona, y yo no quiero por nada del mundo que esta obra, a la que estoy consagrado, quede inacabada", pondera. Insiste en que no pretende que le paguen ahora por un trabajo que en principio no quiso cobrar. "No lo hago por lucro, en absoluto. El Ayuntamiento de Vélez-Málaga sabe bien que me ofrecí desinteresadamente para pintar los frescos. Ellos me pagan los materiales necesarios, pero no he querido cobrar ni una peseta por mi trabajo". Cada mañana pinta en la ermita de nueve a tres y media del mediodía. Su única compañía, aparte de la familia que se ocupa del mantenimiento del templo, es un objetor de conciencia que el consistorio le ha asignado. "Me ayuda a mover el andamio y a subir los botes de pintura. Pero estoy muy solo aquí", dice. Quizá por eso se ha llegado a involucrar en la obra hasta la obsesión. El entorno ayuda. Cultiva un estilo que los críticos han definido como primitivista, etiqueta que él rechaza. Su pintura, amable y sin pretensiones aparentes, gira en torno a paisajes y escenas campesinas pobladas por figuras que recuerdan vagamente a los iconos bizantinos. En las paredes de la ermita pretende reproducir el paisaje del otro lado de los muros, pero cuando pinte el que da a la costa veleña ignorará los estragos que ha causado el desarrollo: "yo quiero regalarle a la Virgen el paisaje de mi infancia, lo que llevo dentro". Los testeros se han llenado de colores suaves y escenas del pasado: la recogida de la caña de azúcar, niños que juegan con cometas y diábolos, blancas casitas de labor con tejados rojos. Siempre la batalla contra el paso del tiempo.

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