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Se acabó

ROSA SOLBES Salud. Ojalá hayan pasado bien este verano que, al menos desde el punto de vista subjetivo, llega a su fin. Aunque los 30 grados a la sombra (40 en el coche recalentado al sol) quieran convencernos de lo contrario, los signos son claros: se acaban las siestas perezosas, renacen los ruidos y los atascos, queda restaurada la tiranía del despertador... enojos todos que terminaremos por aceptar con fatalismo, y que de aquí a cuatro días volverán a componer el marco natural de la vida en la ciudad, acabando de disipar ese velo difuso con que a duras penas despertamos ahora de la vacación. Los diarios ya engordan: congresos de partidos, balances de temporada, nuevas programaciones de televisión, fichajes que se concretan, protestas ante el inicio de curso escolar, previsiones de por donde irá la actualidad económica... todo es como un dejá vu. Incluyendo el reencuentro con parientes, vecinos, jefes y compañeros, muy interesados todos en las cuatro primeras frases de nuestra aventura estival. Personalmente, y a poco que me preguntan, me estoy explayando en el capítulo Medios de Transporte, este año más apasionante que el de Motoristas Playeros Sin Piedad, Chiringuitos Casa Borgia o Medusas a la Marinera sobre Lecho de Alquitrán. Narro diversos periplos que acabaron en una especie de diligencia sobre vías, ese tren compartimentado con nombre Estrella de Levante, supongo que por lo ancestral de su creación. Una ventaja tuvo, eso sí: la maleta llegó al mismo tiempo. Porque dos días antes, y junto con otro puñado de turistas voladores, la de alba me daba mirando una vacía cinta transportadora, con esa cara de bobos que se nos pone a quienes conocemos y compadecemos el extravío de equipajes ajenos, pero nos cuesta acabar de creer que esta vez nos ha tocado la china. Afortunadamente, aquella tanda perdida alcanzó su destino sólo 24 horas más tarde, tras quien sabe qué periplo misterioso (a las maletas tardonas, como a los maridos presuntamente infieles o a los hijos descarriados, decía doña Elena Francis que más vale no preguntarles dónde han estado). Y aprovecho que estamos en el capítulo por aire para expresar cibernético estupor por algo que ocurrió en el mostrador de los billetes de Iberia: se trataba de canjear tres pasajes previamente comprados con salida desde Alicante, por otros para 24 horas más tarde, y con salida desde Valencia. Podría parecer sencillo, siempre que hubiera plazas disponibles, pero hete aquí que tuvimos que hacer doble cola porque, invertebrados como somos, los ordenadores de ambos aeropuertos, ¡no están conectados! Y si seguimos en El Altet, conviene saber que ir allí en coche se convierte en toda una temeridad, comprobado el celo de los guardias que patrullan la entrada: tu llegas, transportado por un pariente servicial, que se detiene un instante. Intentas bajar, y abrir el maletero, pero ese es el momento en que, raudo como el rayo, el agente conmina al conductor a salir disparado bajo amenaza de sanción. Pero oiga -alegas cándidamente-, ¿ dónde se puede parar un minuto? En ninguna parte, desde luego, sin pasar por caja, así que es difícil saber si los guardias trabajan para los ciudadanos, o para los concesionarios de los aparcamientos. Generalizando: ¿Es constitucional que en las cercanías de los aeropuertos nunca haya ni un solo lugar para dejar el coche sin pagar el impuesto revolucionario?

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