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Santos de Madrid

Según todos los indicios, también en el cielo se reconoce el valor de la capitalidad. La diócesis que más causas de beatificación tiene abiertas, no sólo en España, sino en todo el mundo, Roma incluida, es la de Madrid. Faltaría más que alguna de las provincias adelantase en esto a la capital. O bien que París, Londres o Berlín le pasaran a Madrid, como se dice, la mano por la cara en tan santa materia.Bien sabido es que la capital de España tiene un santo patrón que es el espejo en que se miran, no solamente los madrileños, sino también todos los campesinos del mundo. Bueno, de todo el mundo no, porque los de Cataluña, aunque sólo sea por llevar la contraria, tienen a san Galderic o Gauderico, que, sin embargo, no hacía los espectaculares milagros de su correspondiente madrileño. Nunca se ha visto que Gauderico fuese capaz de hacer brotar agua de una piedra, resucitar a un burro, sacar de un pozo a un niño subiendo el nivel del agua hasta el borde o echarse la siesta mientras unos ángeles araban los campos de su señor Juan de Vargas (no hay que llamarle Iván porque ese nombre es producto de la escritura de la época); o bien alimentar a los pajarillos con el trigo que llevaba al molino sin que luego faltase del costal un solo grano.

El caso es que Madrid, como se sabe, es una ciudad del demonio, la única del mundo que le ha levantado un monumento. El que está en el Retiro, obra del escultor Bellver, y que lleva el nombre de El ángel caído. Tiene sus fieles, según dicen, que van a rezarle en diabólica hermandad. Por si fuera poco, hay otro demonio madrileño, el Diablo Cojuelo, más bien un diablejo como natural de una ciudad dada a la picaresca. Lo encontró, encerrado en una redoma de nigromante, un tal don Cleofás, estudiante poco aprovechado que iba huyendo de la justicia por cuestión de amoríos. Cuando se vio liberado, el diablo le dijo a don Cleofás que él era un pobre diablo que, cuando los ángeles malos fueron arrojados del paraíso por su soberbia, cayó debajo de todos ellos y se quedó cojo. Luego, agradecido, llevó a su nuevo amigo a la torre del Salvador, la más alta de la ciudad, y levantando los tejados hojaldrados, mostró a don Cleofás toda la carne del pastelón de Madrid.

Quizá sea esta inclinación diabólica lo que desde siempre ha convertido a los madrileños en candidatos a la santidad por vía de compensación. ¿Quién no recuerda a aquella María Ana de Jesús, por antonomasia llamada "la santa hija de Madrid", que rechazó al esposo que su padre y su madrastra le ofrecían y llegó a cortarse sus cabellos de oro para dejar de gustarle y consagrarse así a una vida de oración por consejo del virtuosísimo fray Juan Bautista del Santísimo Sacramento?

No es santo, pero como si lo fuera, el caritativo Bernardino de Obregón, que pasó de contumaz pecador a abnegado fundador de la Congregación de la Cruz, dedicada al servicio de los menesterosos. O el famosísimo Jacobo de Gratis, llamado El Caballero de Gracia. O la milagrosa sor Patrocinio, la Monja de las Llagas, que en una ocasión fue llevada como de paseo a las alturas del entonces Alto del León, llamado después de los Leones, y que gozó de la protección de doña IsabelII, en cuya corte hizo y deshizo gobiernos.

Especial mención merece en el santoral el beato Simón de Rojas, a quien los lectores de EL PAÍS han de tener por fuerza una especial consideración porque es tío-tatarabuelo de Eduardo Haro Tecglen. Dedicó nuestro Simón su vida a volver al buen camino a las almas descarriadas. Siguiendo su ejemplo, otro tanto hace todos los días, montado en su columna, como el otro Simón, el del Desierto, su sobrino-tataranieto. El beato Simón de Rojas, al que ya deberían canonizar, es el único santo de izquierdas de Madrid, porque lo que es monseñor Rouco Varela no ayuda a subir a los altares más que a gente de derechas.

A decir verdad, las diecisiete causas de beatificación de la diócesis de Madrid, medalla de oro en el campeonato mundial del Atletismo de la Virtud, están un poco escoradillas. Ya podría el señor cardenal iniciar el proceso de beatificación de algunos de los que han venido siendo considerados los "malos de la película" y que fueron tan buenos, tan consecuentes con sus creencias y convicciones, tan generosos con su causa y tan dispuestos a perdonar como aquellos a los que él beatifica. No se olvide Su Eminencia de que en Madrid conviene tener siempre un ten con ten con el Diablo.

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