Caníbales
IMANOL ZUBERO Ravenous es el título de una de las películas que podemos encontrar estos días en los cines del País Vasco. Que me disculpe el crítico de EL PAÍS, pero tengo que decir que me parece una película muy recomendable: excelentes intérpretes, interesante uso de la cámara, hipnótica música de Michael Nyman y una historia sugerente que se desarrolla en 1847 en un inhóspito destacamento americano situado en la alta sierra californiana. Es una historia de canibalismo, sí, pero es más que eso. También es una peculiar vuelta de tuerca al vampirismo en la que el consumo de la carne humana produce los mismos efectos fortalecedores que la sangre, de manera que, una vez transgredido el tabú, el ansia por seguir devorando a los semejantes se torna insuperable. Y, sobre todo, es una interesante reflexión sobre la compulsión humana a enriquecer nuestra propia vida consumiendo vidas ajenas. Hay un momento de la película en la que el coronel Ives (Robert Carlyle), fervoroso practicante del canibalismo, intenta convencer al capitán Boyd (Guy Perce) de que, en el fondo, él no hace más que seguir la corriente dominante: vivimos en un país, viene a decir, que sólo desea crecer y crecer para consumirlo todo. Y mientras habla ondea al fondo la bandera americana. Toda una metáfora de nuestra civilización. Cuando Boyd pregunta angustiado a una mujer india cómo puede detener el proceso una vez que ha probado la carne humana, ésta le contesta que tal cosa sólo es posible si acepta sacrificarse. Tal vez por eso he recordado al salir del cine un anuncio televisivo de Petronor en el que se hace apología del despilfarro. Lo habrán visto: un montón de personas paseando a sus perros desde el coche. ¿La razón? Al repostar combustible con la tarjeta Travel Club pueden obtenerse puntos canjeables por diversos productos, así que cuanto más gasolina se consuma, mejor que mejor. Se prima la irresponsabilidad. La gracia final: una anciana paseando desde el coche una tortuga. Es el círculo vicioso del consumo conspicuo: consume mucho para poder consumir más. Hace pocos días se ha retirado un anuncio en el que dos individuos acababan arrojando a otro por una ventana con el fin de robarle sus vaqueros. Una bestialidad. Pero, ¿no es también una bestialidad animar al consumo irresponsable en un mundo de recursos escasos, donde la hambruna y la desnutrición conviven con las enfermedades de la opulencia? He recordado también las abrumadoras cifras que acompañan los balances de nuestras fiestas: miles de litros de agua derramadas por las calles para eliminar las toneladas de deshechos en los que se convierte por la mañana la festiva noche. Por más que todo intento de rebajar ese escandaloso nivel de despilfarro (como la propuesta de los vasos reutilizables) sea digna de elogio, no pasa de ser un confortador parche. Porque no es que tal cosa ocurra sólo en nuestros momentos de fiesta (al fin y al cabo, la fiesta es en sí misma exceso). Todo en nuestra forma de vivir es excesivo. Estamos viviendo por encima de nuestras posibilidades, consumiendo las vidas de otros contemporáneos y de nuestros descendientes. En el Informe al Club de Roma de 1997 titulado Factor 4 podemos leer que harían falta tres planetas como éste para extender a toda la Humanidad nuestro estilo de vida. Devoramos las vidas de otros. Somos caníbales. Peter Glotz, un sociólogo que entre 1981 y 1987 desempeñó el cargo de secretario general de Partido Socialdemócrata alemán, es el creador de una fórmula que constituye el único antídoto contra el canibalismo: "La izquierda debe poner en pie una coalición que apele a la solidaridad del mayor número posible de fuertes con los débiles, en contra de sus propios intereses; para los materialistas estrictos, que consideran que la eficacia de los intereses es mayor que la de los ideales, ésta puede parecer una misión paradójica, pero es la misión que hay que realizar en el presente". Desgraciadamente, la izquierda europea ha preferido civilizar el canibalismo convirtiéndolo en gastronomía.
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