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Tribuna:RELATOS DE VERANO
Tribuna
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La cita y el azar

ROSA REGÁSTenía una cita con una chica rubia que había conocido en el tren hacía tres semanas. Yo vivía de las citas, una tras otra, era un obseso, siempre buscando y creyendo que ésta sería la definitiva. La chica me había dicho que era de Zaragoza, y yo le respondí: ¡Qué casualidad! Tengo que ir a Zaragoza dentro de tres semanas. ¿Te apetece que nos veamos? Sí, respondió con tranquilidad. Y nos citamos en el restaurante Tabernillas. Cerca de El Heraldo de Aragón, puntualizó ella. Ya habían transcurrido las tres semanas, y aunque casi no recordaba de la chica más que las pecas de la nariz, la idea de una cita, como siempre, me excitaba sobremanera.

Desde por la mañana había ido con prisas. Me había despertado muy temprano y me había vuelto a dormir pensando que todavía me quedaba más de una hora para las ocho, pero el despertador no había sonado, o yo no lo había oído, y para cuando me había dado cuenta eran casi las diez y media de la mañana. Como el día anterior no había puesto la lavadora, no tenía limpia la camiseta que tanto me gustaba y tuve que conformarme con otra blanca, de ese blanco grisáceo que tienen todas después de varios lavados. Cuando acabé de vestirme eran las once. Saldría, pues, con mucho retraso; además, se me había metido en el cuerpo esa excitación que tanto conocía, y no lograba acabar la bolsa ni dejar un mensaje comprensible a la asistenta, que vendría hoy por última vez antes de las vacaciones, y lo que más me angustiaba es que llegaría a la reunión de preproducción de la película cuando ya los demás salieran para su casa. Así fue, o sea, que salí a buscar el coche, pero no lograba recordar dónde lo había dejado el lunes al volver de la costa, y perdí por lo menos media hora más buscándolo de una calle a otra. Ni siquiera había desayunado, así que, cuando lo encontré, dejé el coche en doble fila y me metí en un bar, pero no había tomado aún el café cuando desde la barra vi cómo un guardia urbano se detenía y sacaba el bloc. Salí a toda prisa para decirle que ya me iba, y entonces me pidió la documentación. Se la di, pero me dijo que le faltaba el último recibo del seguro. Sí, recordaba que me había llegado hacía unos días y había pensado dejarlo en el coche, pero no lo había hecho, era evidente. Declaró entonces que sin seguro no podía circular, y por más que le prometí que se lo enviaría a la delegación, no quiso entrar en razones, debía de ser un tipo malhumorado, porque se empeñó en que fuera a casa a buscarlo. Si es que lo tiene, añadió, que está por ver. Tomé un taxi enfurruñado y maldiciendo los muertos del agente y tardé por lo menos otros diez minutos en encontrar el maldito recibo. Volví al coche, pero el agente se había ido. ¿Qué quería? ¿Hacerme esperar hasta que hubiera hecho su ronda? ¡Asqueroso prepotente! Esperé un rato mordiéndome las uñas, y, viendo que no venía, me fui. Que me busque, pensé. No me encontrará hasta por lo menos dentro de un par de días, y entonces ya no me importará. Pero si quería llegar a tiempo a la cita, tenía que apresurarme. Había quedado a las tres en el Tabernillas y eran casi las doce. Las calles de mi barrio, cerca de Gracia, estaban atestadas de tráfico y me costó llegar a la Diagonal; enfilé hacia la autopista y de pronto me di cuenta de que se me había olvidado coger dinero. ¿Dónde habrá un cajero automático? No tuve más remedio que meterme hacia las Corts. Vi un 4B en una callecita, pero no había lugar para aparcar. Volví a dejar el coche en doble fila, casi privando el paso. Como vuelva el mismo policía, me voy a enterar. Salí corriendo, metí la tarjeta, marqué el número, pedí 50.000 pesetas, recogí la tarjeta y volví al coche cuando ya atronaban los claxons. Arranqué y salí a toda velocidad. A los pocos minutos estaba en la autopista. ¡Por fin, por fin! Puse la radio y me dejé mecer por la voz de Manu Chao, que cantaba en aquel momento Me llaman el desaparecido... Todo parecía ir bien, no había demasiado sol, así que prescindí del aire y abrí la ventana, apoyé el codo en la ventanilla y miré el cuentakilómetros y el reloj. Me quedaban apenas dos horas y media y menos de 300 kilómetros; si hacía un buen promedio, llegaría a tiempo a la cita. Mi viejo coche no pasaba de los 140, así que tenía que apurarme.

Fue en la entrada de Lérida cuando el coche se puso a sacar humo. Me detuve y abrí el capó. No sé por qué lo hice, no tengo idea de mecánica, y un motor de coche me dice menos que una baraja de cartas. Por suerte, había una gasolinera con garaje a menos de cien metros. Arrastré el coche como pude y llegué cubierto de sudor y rojo como la grana. El tipo, bastante amable, le echó una ojeada y dijo que lo arreglaría en dos días, cuando le trajeran la pieza que se había roto. Tengo que estar en Zaragoza dentro de una hora y media, dije con amargura. Pues como no tome un taxi, lo tiene usted muy mal. A no ser, añadió, que llegue a tiempo al tren de la 1.23, le queda un cuarto de hora. Así que decidí dejarle el coche y salir en tren. Fui a sacar la cartera y me quedé atónito, no tenía ni un solo billete. Busqué en los bolsillos, fui al coche y removí la guantera, nada, había perdido el dinero. ¿Dónde lo habré puesto? ¿Habré soñado que he ido al cajero automático? La tarjeta sí estaba, pero ni resguardo ni billetes. En la gasolinera había otro cajero. Fui a sacar 20.000 pesetas, pero la pantalla me informó de que aquel día ya había dispuesto del total que se me autorizaba. Vamos a ver, me dije, intentando no perder la calma, y ahora ¿qué hago? En los bolsillos no tenía más que unas pocas monedas, lo justo para llamar. ¿A quién conocía en Lérida? Busqué en la agenda y encontré el teléfono de un atrezzista con el que había trabajado hacía más de un año, apenas nos conocíamos y no nos habíamos vuelto a ver, pero era mi única salvación. Marqué, y su voz sonó dormida aún al otro lado del hilo. Que he perdido el dinero, que no puedo sacar más, que se me ha roto el coche, que estoy en Lérida, en fin, toda clase de explicaciones. No tengo mucho, pero algo sí puedo darte. Calculé, el taxi, el tren hasta Zaragoza, la comida, la vuelta... ¡25.000 pesetas!, dije. ¿Te va bien? Te las envío en cuanto llegue a Barcelona. Vale. ¿Dónde nos encontramos? En la estación, dije, y si puedes, ¡ya!, porque tengo que tomar el tren a la 1.23.

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Nunca supe si la chica de las pecas en la nariz fue al Tabernillas y cansada de esperar se marchó, o si ni siquiera recordó la cita que tenía conmigo. El tren llegó mucho más tarde de lo que yo esperaba y apenas tuve tiempo de tomar unas longanizas y un vaso de vino, y volver a la estación para tomar el último tren a Barcelona. Llegué a casa abatido con la sensación de que todo me había salido mal y no le podía echar la culpa a nadie. Además, al día siguiente tuve que sacar el dinero, ir a Correos, hacer cola y poner el giro al atrezzista. Al otro día, tras innumerables llamadas al garaje, tomé otra vez el tren para Lérida, pagué una factura que me descalabró el presupuesto de varios meses y volví a casa derrotado. Tenía siempre en la mente las pecas de la nariz de la chica, lo único que recordaba de ella, además del tiempo que me había hecho perder y la decepción que no lograba quitarme del alma. ¡Seré idiota!

Una semana más tarde fui a la sucursal del banco y el interventor me recibió con una bronca: ¿No te pasas la mitad del tiempo en descubierto? ¿Pues por qué vas dejándote el dinero en los cajeros automáticos? No sabía de qué me hablaba, ya había olvidado mis tristes aventuras en busca de una cita. Alguien te vio salir corriendo del cajero y vio que te habías dejado el dinero. Te llamó a gritos y ni siquiera te enteraste, así que con el resguardo, que también te dejaste, se fue a una farmacia cercana por si te conocían, y de allí la enviaron a nuestra sucursal de las Corts, donde entregó billetes y resguardo, así te hemos localizado.

En la farmacia me informaron. Era una chica, me dijeron, que desde hace un mes viene cada lunes a darse una inyección. Esperé al lunes y fui. Le di las gracias. Luego nos quedamos callados los dos mientras yo le miraba la nariz en busca de las pecas. Le pedí una cita y aceptó, y después otra y otra. De esto hace ya dos años, un año y once meses que vivimos juntos. No sé lo que durará. Insondables son los caminos del azar.

El último libro publicado de Rosa Regás es Sangre de mi sangre (Temas de Hoy).

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