"Voyeur"
LUIS DANIEL IZPIZUA Cuando ustedes lean esto, yo estaré lejos. No lejos de mí, puesto que siempre voy en pos de mí mismo, sino lejos de aquí. Bueno, en realidad, tampoco, porque si aquí estoy en mí y allí donde voy sigo también en mí, pues saquen ustedes conclusiones; oséame, que ustedes también se vienen conmigo, o algo por el estilo. Vaya lío en que me he metido. Bien, sea como sea, la cuestión es que yo voy de voyeur. Siempre voy de esa guisa. Abro los ojos, y las orejas, y las narices y, ¡hala!, dejo pasar a mi interior lo que me echen. Palpar palpo poco, pues no se trata de ir palmoteando mesas y esquinas, y al margen de que uno sea de natural recatado, tampoco es que el personal se me entregue, así, nada más verme. Por lo tanto, palpar poco. Y saltar, mucho menos. No podía ser de otra forma, siendo de donde soy. Ustedes saben de sobra que no soy donostiarra. Pero lo disimulo bastante bien. Me gustan, por ejemplo, los fuegos artificiales. Mientras escribo esto los oigo retumbar, y estos días pasados me he llenado los zapatos de arena contemplando los colorines. Es una gozada estar sentado en la playa, con zapatos, junto a dos señoras setentonas, elegantísimas y con sus zapatos de tacón. La Concha se mantiene viva gracias a los fuegos artificiales, pues toda su cotidianidad diurna se purifica en esas veladas mágicas, en esos éxtasis nocturnos. Se trata de una sensación indescriptible, y tiene algo de sacrilegio: he ahí la Naturaleza convertida en un salón de esplendores, en puro artificio. La multitud inunda la arena, y espera con calma, en conversaciones reposadas, sin estridencias, a que comience el espectáculo. Luego se emociona y aplaude. Y con el ánimo satisfecho y tranquilo, esas decenas de miles de personas abandonan el lugar civilizadamente, sin broncas, empujones ni cerriladas. Un milagro. Puede ser que les esté dando la impresión de ser un poco ñoñostiarra. Bien, les aseguro que hay cosas peores sin necesidad de ir muy lejos. Yo no entiendo mucho de fiestas. En realidad, no me gustan. Sólo las personas extraordinarias siguen siéndolo en situaciones anómalas; el resto solemos empeorar. Y la fiesta es una anomalía. Lo ha sido siempre, y hoy en día mucho más, pues ahora que tanto abundan y han perdido casi su razón de ser debemos adoptar comportamientos anómalos para que se noten, para que parezca que existen. Es verdad que si uno lee los Fastos de Ovidio comprueba que el calendario romano estaba lleno de celebraciones, pero hoy ya no celebramos nada, excepto la fiesta misma. En las Lupercales los participantes corrían desnudos para celebrar a Fauno, pero, ¿me pueden decir cómo se celebra la fiesta misma si no es simulándola? ¿Y cómo se simula la fiesta? En no pocas ocasiones, liberando el frenopático. Decía Javier Ugarte no hace mucho que la fiesta significa en realidad más ciudad. Puedo estar de acuerdo. Y creo que es justamente eso lo que ocurre en la Semana Grande donostiarra. Lo que la convierte en un acontecimiento extraordinario es que durante su transcurso la vida ciudadana se intensifica. Hay mucha más gente, porque hay muchas más cosas. No se trata de ir dando saltos todo el día con una botella de cava en la mano. Durante todos esos días se acumulan eventos en los que se celebra la vida de la ciudad: conciertos, teatro, exposiciones, hípica, bailes, fuegos... Supongo que se me objetará que pobres fiestas esas que ofrecen lo que también se puede ver o hacer el resto del año, y que en toda esa serie de eventos falta el elemento extraordinario: el cuerpo de fiesta o cuerpo de jota. Pero ese elemento existe. Es sólo cuestión de prioridades. Lo que el resto del año está subordinado a otras actividades o preocupaciones pasa ahora a primer plano. Nuestro interés se invierte, y son esos acontecimientos festivos los que absorben nuestra atención: estamos para ellos. Yo no sé si esto es voyeurismo, reproche que se les suele hacer a las fiestas donostiarras. No conozco las fiestas de Bilbao, ni las de Vitoria, ni los Sanfermines, ¡pásmense! Tampoco tengo especial interés en conocerlas, de modo que es probable que nunca pueda compararlas con las de mi ciudad. Pero cuando después de los fuegos veo la ciudad abarrotada, dudo de que toda esa gente esté ahí sólo para ver, y que no flote en el aire y en los cuerpos una cierta química. ¿La satisfacción de ser, o de vivir en, donostiarra? Tal vez. Pero, ¿cabe acaso alguna satisfacción mayor?
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