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Memoria

LUIS DANIEL IZPIZUA Hoy el mar está en calma y podré bañarme. Me gusta el agua. Dice mi madre que demasiado y que hasta soy un poco atrevido. Pero hoy no hay olas, así que cojo mi pato de goma de pico rojo y me dirijo al agua. De camino, se me junta un amigo, otro mocoso como yo. Luego chapoteamos, nos empujamos, esas cosas. De pronto, navegamos los dos cabalgando mi pato. Yo me sumerjo y descubro que no toco fondo. Lo descubro con placer, pero hay que regresar a la orilla. Braceamos, agarrados al pato, pero aquello no avanza. Mi amigo decide abandonar la nave y regresar a nado. Al poco lo oigo gritar. Y entonces se organiza un trote despavorido. Veo bañistas que me sobrepasan en la alocada carrera hacia la arena. Y me quedo solo, solo con mi pato de goma de pico rojo, al que no tengo ninguna intención de abandonar. La orilla está atestada de gente que mira, pero yo estoy tranquilo. Estoy tranquilo, sí, abrazado a mi pato. Al rato, se me acerca Iñaki Azkue y me dice que me agarre a su cuello, y así nos salvamos mi pato de pico rojo y yo. Si no llega a ser por él, no sé, a estas alturas los dos andaríamos por el océano Pacífico. Yo apenas tenía ocho años cuando ocurrieron los hechos. Y si mis recuerdos no se ajustan tal vez a ellos, sí se atienen a los recuerdos inmediatos a los mismos, a aquellos que se hilvanaron cuando tuve que dar explicaciones. Porque, naturalmente, tuve que dar explicaciones, aunque mi padre luego no le dio demasiada importancia a lo ocurrido y comentó entre risas que me serviría de escarmiento. Esa risa, como su mano, impartía seguridad. Pero había cosas que yo no podía comprender en lo que me había pasado, y ciertas imágenes se destacaban muy vívidas en mi intento por iluminar aquella catástrofe. Están todavía ahí, como irrupciones que configuran mi mito particular. En primer lugar, el mar en calma, que me daba licencia. Y el placer de no tocar fondo, como una transgresión; un placer real, que recuerdo como el sabor de una chocolatina, el olor a caucho de mi pato. Sin embargo, en algún momento tuvo que cundir el pánico entre mi amigo y yo. Pero no tengo memoria de ello. Recuerdo su grito, el de mi amigo, después que nos hubiera abandonado, y he de decir ya que él también se salvó, aunque sé que se lo pasó bastante peor que yo. Llegó a decir luego que yo lo había echado de la nave, pero nunca se lo tuve en cuenta, pues pensé que lo dijo para poder justificar su actuación. No obstante, desde entonces, cuando me salen bien las cosas siempre tengo la sensación de que echo de la nave a alguien. Es una sensación que a veces me lleva a renunciar. Aunque sé que entonces no hice aquello; no, porque lo discutimos y él me dijo que se iba. Lo recuerdo, como recuerdo también la estampida de la gente hacia la orilla. Veo a una persona pasar a escasos metros de mí. Su esfuerzo para cortar el agua con el pecho, y veo su mirada. Porque me miró, y nunca entendí por qué pasó de largo sin tirar de mí. Tal vez no sabía que era yo el causante de su pánico, que era yo quien estaba en peligro. Y luego la gente en la orilla, y mi tranquilidad. Una tranquilidad pasmosa. Entre los argumentos que utilicé para justificarme, el principal fue que no estaba tan lejos de la orilla, y me aferraba para sostenerlo a esa imagen de la persona que pasa a mi lado y me mira. Siempre argüí que había mucha gente más alejada que yo, y que cualquiera de ellos pudo haberme sacado en lugar de correr como alma que huye del diablo. Otro dato a favor de mi argumento era que quien me salvó, Iñaki Azkue, nunca dejó de tocar fondo. Nadie me lo creyó, pues todos aseguraban que la corriente me arrastraba lejos, pero ni mentía ni miento al afirmar eso. Andando llegó hasta donde yo estaba y andando regresamos los dos a la orilla. Él me portaba como un San Cristóbal, y tal vez desde entonces siempre me ha fascinado ese icono: el gigante que salva, o mi amigo el gigante. Tal vez me sentí muy frágil en medio del mar. Frágil y pasmado. Y el gigante que he pasado a ser, sigue portando a alguien sobre los hombros. A mi propio ser frágil de entonces. O acaso no, acaso aún no haya dado ese paso: arrancarme de mí a mí mismo y cargármelo encima.

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