¿Un nuevo ciclo autoritario en América Latina?
El autogolpe del presidente Fujimori, en 1992, fue considerado una desagradable excepción en el contexto general de democratización en América Latina, y las posteriores elecciones permi-tieron pensar que la cosa no era tan grave. Se mantuvo en segundo plano la incómoda sospe-cha de que los vínculos del presidente con su asesor Vladimiro Montesinos y las fuerzas armadas presentaban demasiadas zonas de sombra, y aunque con reservas se ha venido conside-rando a Perú, hasta hoy, como un régimen básicamente democrático. Otro país preocupante, Paraguay, pareció demostrar la eficacia de las salvaguardas democráticas del Mercosur al con-vencer este mismo año al presidente Cubas de la conveniencia de su dimisión tras el asesinato del opositor vicepresidente Argaña.Ahora, sin embargo, las cosas parecen estarse complicando mucho. Cualquiera que escuchara el discurso del presidente de Venezuela, Hugo Chávez, en la inauguración de su triunfal Asamblea Constituyente, podría advertir el exceso de retórica y la carencia de contenido político concreto de su mensaje. De la inminente revolución bolivariana que representan Chávez y su Asamblea sólo podemos saber que trae el final de los (viejos) partidos políticos, que la reivindicación de la Venezuela redonda de Bolívar contiene serios peligros de conflictos regionales, y que sus invocaciones al pueblo parecen ser más una afirmación del dirigente como encarnación de la voluntad colectiva que un proyecto realizable de política económica y social.
Ahora bien, ésta es la percepción que puede tener alguien que sigue los hechos desde una cómoda distancia no sólo geográfica, sino sobre todo económica y social, y con un determinado acervo de información. No debe ser ésta la forma en que ven las cosas quienes votaron a Chávez, y a sus candidatos a la Asamblea Constituyente, ni la mayor parte de quienes la componen, que mostraban un arrobo cercano al éxtasis al escuchar el discurso del presidente. Como deberían saber todos los que se ocupan de cuestiones sociales, las percepciones humanas están fuertemente marcadas por el contexto, hasta tal punto que las respuestas a una misma pregunta varían según la forma y las circunstancias en que se formulen, aunque se trate de cuestiones simplemente matemáticas.
En los países del norte andino coinciden hoy unas desagradables circunstancias que afectan de forma directa a la percepción ciudadana de la política y los políticos. Desde el caracazo de 1989 y el intento de golpe de 1992, Venezuela ha vivido largos años de frustración de las expectativas sociales sobre la recuperación de la prosperidad. El retorno del gobierno de Caldera a la ortodoxia económica, en particular, dio la puntilla a la ya escasa fe de los venezolanos en la política como solución a sus problemas. Los ajustes económicos no han logrado crear condiciones estables de crecimiento: incluso Colombia, la gran excepción histórica entre las economías latinoamericanas, está en medio de una crisis grave, pero además en condiciones de creciente inestabilidad ante el empantanamiento (la involución, de hecho) del proceso de paz. Las elecciones que dieron la victoria a Pastrana se vieron marcadas ya por una llamativa descomposición del sistema político colombiano: la incapacidad de Horacio Serpa para escapar a la pérdida de credibilidad sufrida por el gobierno de Samper, del que él había sido pieza clave, dejó al único partido (el Liberal) fuera de un juego dominado por candidatos extrasistema, del que el conservador Pastrana resultó ser el más verosímil. Pero en pocos meses la crisis económica se ha agravado (el desempleo ha llegado al borde del 20%), el proceso de paz ha quebrado, y la diplomacia norteamericana se está teniendo que esforzar en estos momentos para disipar la imagen (creada por las palabras del zar antidroga Barry McCaffrey) de una inmediata intervención de sus tropas contra la narcoguerrilla, intervención que al parecer tendría la aprobación de un 60% de los colombianos.
En Ecuador, el presidente Mahuad se enfrenta a una dramática crisis bancaria y a una negociación con el Fondo Monetario sin contar con un respaldo parlamentario que le permita hacer promesas creíbles sobre la futura política económica. De hecho la credibilidad de su gobierno está por los suelos tras la victoria de una huelga de taxis y transporte contra la subida de los combustibles, amén del cerco político-judicial contra su (recién confirmada) ministra de Hacienda, Ana Lucía Armijos. Al menos Mahuad está tratando de negociar un consenso sobre las grandes líneas políticas con la oposición de centro izquierda, lo que podría convertirse en una experiencia especialmente positiva en una región al borde el abismo.
Las fuerzas armadas vuelven a aparecer al fondo de la escena. Se habla de que el único freno a Chávez vendría de diferencias en el ejército por su favoritismo hacia quienes le acompañaron en el intento golpista, la popularidad de las fuerzas armadas colombianas crece y es extraordinariamente alta en un momento en que el presidente Pastrana se hunde en el descrédito público. Si la crisis institucional se prolonga y profundiza, no sería raro que de nuevo fuera habitual ver a políticos de uniforme, en la estela de Chávez o en sentido contrario.
¿Cabe temer un retorno del autoritarismo, más o menos populista, en el norte andino? ¿Puede ser el comienzo de un ciclo de crisis de las democracias en América Latina? Si a alguien le preguntan si quiere que su país regrese al pasado, es poco probable que responda afirmativamente. Pero la gente vive en un presente al que no ve salida, no entiende por qué la crisis económica no termina nunca, y en algunos países ha dejado de creer en los partidos políticos como cauces para cambiar las cosas. Hace un par de años una revista latinoamericana reproducía declaraciones de dos ministros de Economía, chileno uno y mexicano el otro, haciendo un canto al libre mercado como vía para un futuro ilimitado de crecimiento y progreso social: el chiste era que esas declaraciones eran de hace un siglo. La historia se repite, y la supuesta comedia puede no tener ninguna gracia.
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