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La muerte de los gatos

ESPIDO FREIRE En El cielo sobre Berlín, la película de Wim Wenders, sólo los niños eran capaces de ver a los ángeles. En el Mundodisco, de Terry Pratchett, sólo algún niño privilegiado, los brujos y los gatos son capaces de ver a la Muerte. Cada animalito tiene una Muerte: está la Muerte de las Ratas, y la Muerte de las Pulgas, esquelitos menudos. Y la Muerte de los Gatos. Resulta vagamente inquietante la idea de que tanto ángeles como muerte son capaces de deslizarse entre nosotros invisibles, sosegados, casi con una placidez impropia de su oficio. Es lógico que los niños, que aún no han aprendido a elegir lo que quieren y no quieren ver, distingan esos entes. Resulta plausible incluso para los gatos, que se han asociado siempre a las artes oscuras y esotéricas. Lo que no resulta tan lógico es que los adultos nos neguemos, en determinadas épocas del año, a pensar, a, en cierta medida, ser humanos, precisamente con esos niños y con los animales. A lo que parece, el maltrato infantil aumenta en estas épocas del año; los niños pasan más tiempo en casa, incordian, molestan, o, sencillamente, se encuentran más a mano. Y los padres aún no tienen vacaciones, o les puede el nerviosismo, o, sencillamente, cumplen con un patrón del que no saben salir. Menudean las bofetadas, y los accidentes que no lo son. Vienen también los meses de las primeras experiencias turbias, de los amigos mayores que abren el camino a la sensualidad o a los terribles y codiciados vicios hasta entonces reservados a los adultos: fumar, o beber, o trasnochar. Los cuerpos se exponen con menos recato, y las oportunidades de abordar a los niños aumentan. Por lo general, son las niñas las que soportan más molestias: las que deben seducir y rechazar, desconcertadas por los modelos de mujer que la sociedad ofrece. Con el buen tiempo surgen de modo alarmante las neurosis, propiciadas por las mayores oportunidades de relación con los otros; y, en los últimos años con mayor frecuencia, los trastornos de tipo alimenticio, porque el calor invita a destapar el gran enemigo a esas edades: el cuerpo, ese ente extraño que cambia, evoluciona, con el que se sufre y se sienten desconcertados. Son los meses también en los que algunos animales de compañía desaparecen misteriosamente: un perro que se pierde, un gato que se esconde. Cuando llega el otoño algún animalito protagoniza una odisea, siempre la misma, para regresar a la casa de sus dueños, famélico y agotado. El año pasado me sorprendió la gran cantidad de perros sin dueño que vagaban por las calles; muchos de ellos acababan en la perrera, la espera inútil en busca de dueño y la muerte. Otros pocos eran adoptados por mendigos y drogadictos, y en poco tiempo su aire abandonado se cambiaba por el mismo aspecto resignado y triste de sus amos. Hace unos días un gatito buscaba comida en la estación de Portugalete: parecía adulto, pero era pequeño, y estaba desesperado por acercarse a la gente y que lo acariciaban. Sin duda, lo habían acostumbrado a vivir con humanos; lo habían abandonado, o tal vez su historia fuera menos previsible. Los que estábamos allí no teníamos nada que darle. Unos chicos le arrojaron unos cacahuetes, y el pobre animal se los comió. No existe nada más triste, más conmovedor que la candidez y el desamparo de esos infelices bichos. Si es cierto que existen ángeles si es verdad que habitan entre nosotros, flaco favor nos estamos haciendo. Si informan a alguien, o si, sencillamente, nos acompañan para protegernos, ¿qué idea pueden albergar sobre el género humano? Para la muerte, la amiga de los gatos, no caben tantas dudas. Un proverbio árabe dice que una mujer se condenó por haber arrojado a un gato al pozo; cuando la muerte vino a buscarla, permitió que el gato le arañara la cara por toda la eternidad. Y, sinceramente, cuando se presencian los niños con moratones, los gatitos sucios y hambrientos, ganas entran de saludar a la Parca con la mano, como a una vieja amiga, y, como en los mejores tiempos del colegio, señalar quién ha sido el culpable.

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