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SEMANA GRANDE DE SAN SEBASTIÁN

En cuanto sale un toro...

Salió un toro -por éstas que sí- y no nos lo podíamos creer. Probablemente las cuadrillas tampoco. Y desacostumbradas que están a semejantes arrebatos pasaron las de Caín. En cuanto sale un toro ya se sabe...Le correspondió a César Rincón, que ya no está para trotes, y debió pegarse un susto monumental pues se le demudó la faz.Tampoco es que le hubieran soltado el toro del coñá, ni el buey Apis, ni monstruo del averno alguno. La verdad es que el toro aparentaba corrientito, con las proporciones adecuadas a su edad (pues en otro caso habría sido raquítico y subnormal). Ahora bien, estos toros ya no se llevan, ha quedado convertidos en rara especie, piezas de museo. O motivo de lucimiento y honesto lucro de los buenos taxidermistas, que los disecan y luego los venden a los hoteles para que los expongan en el vestíbulo y atraigan clientela.

González / Rincón, Rivera, Abellán Toros de Manolo González, sin trapío; 2º y 5º impresentables; flojos en general; 4º, con cuajo y fuerte, manso; resto manejables

César Rincón: bajonazo descarado y rueda de peones (silencio); cuatro pinchazos, media atravesada delantera, rueda de peones y cinco descabellos (bronca enorme); despedido con gran bronca y lluvia de almohadillas. Rivera Ordóñez: pinchazo y estocada corta atravesada (silencio); pinchazo bajo, otro hondo tendido, rueda de peones y estocada muy trasera (vuelta con protestas). Miguel Abellán: pinchazo, otro perdiendo la muleta, estocada corta caída volviéndola a perder, ruedas insistentes de peones -aviso- y descabello (vuelta); pinchazo -aviso-, pinchazo tendido, otro perdiendo la muleta, media estocada tendida y rueda de peones (ovación y salida al tercio). Plaza de Illumbe, 12 de agosto. 5ª corrida de feria. Tres cuartos largos de entrada.

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De manera que el toro, colorao lombardo por más señas, bien puesto de cabeza, pecho fuerte, pezuña dura, desarrolló bravuconería y César Rincón no lo quiso ni ver. Sus peones tampoco. Y, para desmostralo, le bregaron azarosos, le banderillearon las proximidades del rabo, le enseñaron lo único que no había logrado aprender en la dehesa, que es latín. Y entonces César Rincón lo manteó por la cara huyendo de la quema, y un minuto después de iniciar el trasteo ya estaba mechándolo a pinchazos donde cayeran.

¡La que le armaron! Una de las más estruendosas broncas de su vida debió de oír César Rincón. No por nada. Sino porque en plaza semicubierta, así como las ovaciones se hacen ensordecedoras, el ruido de las broncas parece el bombardeo de Kosovo.

No tenía la tarde para florituras César Rincón y no sólo por la catadura del toro cuajado y serio que le salió. Le soltaron en primer lugar uno discretito de apariencia con manejable embestida y anduvo desastrado en su poco decidida intención de darle los derechazos.

Se desquitó el público donostiarra de semejantes frustraciones (había ido a aplaudir y Rincón no le dejaba, jolín) con los otros espadas de la terna, a quienes aclamó en todas sus intervenciones. Al menos no pegaban mantazos. Tampoco es que los dieran académicos, pero eso lo debían de saber tres o cuatro entre la muchedumbre que había en la plaza.

La voluntad de agradar bastaba, y de eso sí hubo evidencia en los otros espadas de la terna. Uno de ellos, Miguel Abellán, se arrimó tanto que sufrió cuatro cogidas. En realidad tres y media. La media ocurrió durante su primera faena cuando al iniciar una suerte se cayó el toro y al incorporarse hubo encontronazo. Las restantes se produjeron en otros tantos quites. Marcaba la chicuelina o ceñía la gaonera Abellán, al modo hierático de José Tomás (casi nadie al aparato) y el toro se lo echaba a los lomos. Las cogidas, afortunadamente sin consecuencias, resultaron espeluznantes. A partir de los percances el público estaba con Miguel Abellán, es lógico. Y acompañó con atronadoras ovaciones sus faenas que no cuadraban con los cánones de la tauromaquia ni venían bendecidas por las musas pero estos conceptos aún no han entrado en Illumbe (a lo mejor es que no caben) y lo que valía era el afán de triunfo: el de ganarlo por parte del torero, el de otorgarlo por parte del público.

Un triunfalismo en el que entraba con pleno derecho Rivera Ordóñez, cuya biografía conocen más que ninguna las buenas gentes. La fama manda. Uno sospecha que en estos enfervorizados homenajes que rinden los públicos a los famosos sólo por el hecho de serlo hay algo de síndrome de Estocolmo. No estaría mal estudiarlo. Es el caso que a Rivera Ordóñez le sacaron los toros más chicos de la paupérrima corrida, los toreó con vulgaridad, y provocó un entusiasmo que ni el maestro Pepe Luis cuando su histórica faena de Valladolid.

Las comparaciones son odiosas, sí, pero a veces inevitables también. Si el maestro Pepe Luis y Rivera Ordóñez no resisten comparaciones, el contraste entre la voluntad demostrada de estos dos espadas de la terna y el director de lidia César Rincón resultaba clamoroso. Y en cuanto el público donostiarra cumplió con el trámite de dedicarle un gran ovación a Miguel Abellán, que perdió los trofeos por matar mal, le pegó un broncazo a César Rincón. Y según se iba, presuroso y enervado, le tiró encima todas las almohadillas que había en la plaza, para que supiera lo que vale un peine.

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