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Tribuna:PERSPECTIVAS ELECTORALES
Tribuna
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En la noche del pasado 13 de junio tuvo lugar un suceso extraordinario. Manuel Fraga, llevado de su furor por los resultados electorales de los que en ese momento daba cuenta, rompió un vaso ante la mirada -no sabría decir si atónita- de los gallegos. Lo que las urnas decían era, desde luego, insólito. Seis de las siete grandes ciudades de Galicia quedaban en poder de mayorías de izquierda y eso, no cabe duda, parecía augurar malos tiempos para el Partido Popular, conducido hasta ese momento con tanto éxito por el viejo timonel.¿Qué es lo que ha ocurrido para que en un país tomado generalmente por conservador eso haya podido suceder? Desde luego, en primer lugar, la deriva centrista del Bloque Nacionalista Galego (BNG), que ha expresado cada vez más claramente su voluntad de gobernar y ha abandonado, en consecuencia, los excesos retóricos.

Que esto es así lo pueden indicar dos anécdotas. Cuando, antes de la última campaña electoral autonómica, un periodista le preguntó a Bautista Álvarez (vicepresidente del Parlamento gallego y miembro de la UPG, partido al que de modo infundado se le atribuyen grandes radicalismos) acerca del marxismo-leninismo que antes abanderaba, respondió, sin que nadie se haya molestado en desmentirlo: "¿Marxismo-leninismo? Eso está muy bien para Rusia".

En la misma época, Francisco Rodríguez, diputado en el Parlamento español y, con Xosé Manuel Beiras, la persona de mayor influencia en el grupo nacionalista, declaraba que la autodeterminación era, por supuesto, un objetivo estratégico, pero que en este momento "resultaba contraproducente".

El otro factor ha sido, por supuesto, la renovación del PSdeG-PSOE. La elección de Emilio Pérez Touriño no sólo ha significado un giro galleguista en la dirección de ese partido, sino que, más importante todavía, ha supuesto el abandono de la política de cohabitación que, en relación al PP, había venido practicando de hecho el anterior hombre fuerte, Francisco Vázquez.

En realidad, es con Pérez Touriño con el que el partido socialista ha comenzado a plantar cara a las huestes de Fraga, lo que le ha valido encontrar un lugar en el mapa político: el hueco que el alcalde de A Coruña, con su desinterés por el ámbito autonómico y sus hombres de paja, dejaba vacío, a expensas de que lo llenara el BNG.

Pero esto, por supuesto, explica sólo una parte de los apuros por los que pasa el PP. Otra explicación, tal vez más relevante, hay que buscarla en los cambios sociológicos que ha vivido el país. Si en los años sesenta el 60% de la población estaba ocupada en la agricultura -lo que constituía la base de la imagen tradicional de Galicia como país atrasado y rural- y la relación de los menguados sectores urbanos con el mundo rural oscilaba entre el paternalismo, el desprecio o el sentimiento de vergüenza de quien tenía ahí su pasado inmediato, lo cierto es que hoy apenas trabaja en ese sector el 10% de la población. Fenómenos en Galicia muy populares como el rock bravú se asientan, en realidad, sobre este hecho: son el último grito de orgullo de jóvenes que, si bien son urbanitas, reivindican su origen o, más bien, el de sus padres.

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En realidad, el simple dato muestra que la población se ocupa en estos momentos especialmente en el sector servicios y que vive, en su mayoría, en ciudades y áreas urbanas que se concentran sobre todo en la franja atlántica, en el eje que va de El Ferrol a Vigo, quedando las provincias de Ourense y Lugo como inmensas reservas naturales en franco proceso de desertización.

Es más, las perspectivas estratégicas que pueda haber en Galicia -económicas, sociales, políticas o culturales- descansan en esas urbes que han sabido protegerse de la asfixia extrema que las relaciones clientelares -si bien también presentes en ellas- han impuesto sobre la Galicia del interior, secando tantas veces la energía y creatividad que en ellas pudiesen surgir.

Es decir, que lo que acaba de ocurrir es que la Galicia de mayor dinamismo, estructuración e inventiva ha confiado el gobierno de sus instituciones locales a un tándem que, de no naufragar en la impericia y las añagazas que han de tenderle los conservadores, puede aspirar a gobernar la comunidad autónoma y servir de soporte, en su momento, a una nueva mayoría de izquierda en el Estado (evidentemente, el BNG, a diferencia del PNV y CiU, no puede dar su apoyo permanente al PP). Eso, y no otra cosa, es lo que ha llevado a Manuel Fraga al cabreo y al anuncio de que, a partir de hoy, las elecciones pueden ser convocadas en cualquier instante.

Se ha dado cuenta, acaso, de que sus barones lo llevan al desastre al ignorar las nuevas realidades que se imponen. A pesar de todo, el inmenso cerco de silencio y desprestigio, regado generosamente con fondos públicos, que el PP ha practicado no sólo con la oposición política, sino con todo aquello que se moviese, como el propio Foro Luzes de Galiza, se ha producido una inflexión en la vida del país. Los modos y maneras neocaciquiles no han rendido en esta ocasión beneficios y es posible detectar en ciertos sectores una incipiente fatiga de las mayorías absolutas del PP y de su estilo autocrático, ensimismado y envejecido de ejercer el poder.

La soberbia, ya lo sabemos por la reciente historia de España, suele castigar a quienes la practican sin límite y es indudable que el PP de Galicia ha pecado de ella hasta el exceso. Gentes como Francisco Cacharro Pardo o José Luis Baltar, presidentes de las diputaciones de Lugo y Ourense -el último se ha definido a sí mismo en público como "un cacique"- o Pérez Varela, consejero de Cultura y gran fontanero de la compra de voluntades al que se le atribuye la frase -que habría pronunciado off the record- "a mí un galleguista me cuesta 200.000 pesetas", resultan de una torpeza y procacidad, desde el punto de vista de los sentimientos democráticos, que instan a ese hastío que se ha manifestado en las recientes votaciones.

Si en la prensa gallega se ha intentado localizar la responsabilidad del fracaso en algunos barones, pienso, sin embargo, que la lógica del argumento debería llevarnos a la misma cabeza de la autoridad. A Manuel Fraga, ese monarca sin reino que, por sus propios errores, puede ver enturbiado su retiro.

Antón Baamonde es ensayista.

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