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De paso

Elvira Lindo

Pasea uno por la Gran Vía en estas noches raras de verano, de fuego o de bochorno, y siempre parece una calle desconocida, por mucho que sea la calle de las postales, la calle de Antonio López García, la calle donde alguna vez hemos hecho cola en un cine. Miras a las parejas anacrónicas que cenan en las terrazas de esa calle un plato de esos combinados que muestran en las fotos. Ella toma su 3 y él toma su 5, y te dan ganas de acercarte y preguntarles: ¿Por qué aquí? Es un misterio imaginar por qué hay gente a la que le gusta sentarse a la vera del ruido y de los coches. Ellos comen mirando a los paseantes. Extranjeros colorados o madrileños de otra época, de los cincuenta, que inauguraron aquella cafetería cuando era moderna y se han quedado pegados a los sillones de skay y al vaso de granizado. Uno siempre se siente de paso por esa calle, tiendas en las que casi nunca compras, marisquerías con bichos en el escaparate y que para uno no son más que escaparates de una calle por la que siempre está de paso, a no ser que busque el abrigo del cine.Me acuerdo de una noche en que llevé a mi hijo, muy pequeño, a ver una comedia americana al cine Callao. Era día de diario y no había ningún otro niño, vamos, no había nadie: dos periquitas que se habían metido allí con un señor y que estaban a lo suyo, un macarra que daba miedo y otro individuo detrás de nosotros. La película tenía gracia y empezamos a reírnos. Por momentos era consciente de que nuestras risas eran las únicas del cine, y aquello era inquietante dada la naturaleza de nuestros compañeros de butaca; pero qué pasa, me decía a mí misma: hemos pagado nuestra entrada, pues nos reímos. En esto que el individuo de atrás me da un toque en el hombro y me dice con su boca sin dientes: -Bueno, qué; vale ya de risitas, no.

Todos mis derechos de ciudadana espectadora se me vinieron abajo y solté un humillante: "Usted perdone". Le dije al niño que el resto de la película nos lo íbamos a reír para dentro. No hay nada más inquietante que una comedia sin espectadores ni nada más irritante que un drama oyendo el crujido de alguien que come a tu lado. Yo me lloré Los puentes de Madison mientras un individuo devoraba una caja de palomitas de tamaño americano. Estuve a punto de decirle: "Pero, hombre de Dios, ¿no ve cómo lo están pasando estas personas y usted mientras comiendo como un cerdo?". No sé lo dije, pero eso, que estuve a punto.Los cines grandes, cuando están solos, son tristes, y cuando están llenos, a uno le gustaría salir minutos antes de una proyección y dar unas normas de conducta: por favor, no coma en el oído de la señorita de al lado; no sorba del vaso cuando sólo le queden los hielos, que suena como el desagüe de un váter; ríase cuando haya que reírse, no se pase toda la película riéndose, que no se escuchan los diálogos; no se ría tan alto; ¿se ríe así para llamar la atención?; no vaya contando la película al de al lado aunque la haya visto, que hay criaturas que prefieren no saber; no se levante al servicio en mitad de la película, al cine se viene meao.

A uno le gustaría hacer un casting de público: tú sí, tú no. Y compartir ese tiempo mágico, como dirían los cinéfilos, con verdaderos compañeros. Pero la cosa es que al cine, nos lo dicen las encuestas, sólo va la juventud, la juventud es la que llena los cines, y de vez en cuando nos sentamos, salteados, avergonzados, unos cuantos treintañeros y cuarentones. En clara minoría. Leí la encuesta la semana pasada, y aún tengo el vello erizado. Si al cine sólo van nuestros muchachotes, razón de más para que los productores se ratifiquen en la idea de que hay que hacer cine para ellos, con historias protagonizadas por gente de su edad y su terrible problemática. No me extraña que estemos tan obsesionados con el paso del tiempo: si el cine, creador de estereotipos, dispone que el único válido es el de la juventud hasta los veinticinco, porque es lo más rentable, uno acaba sintiéndose aparcado de la ficción. Matrix, La momia, La trampa, Virus y la Madre que los parió. Colonizados por los jóvenes, los americanos y la tontería, uno tiene que seguir caminando Gran Vía abajo para llegar a las salas pequeñas, esas que antes se llamaban de arte y ensayo y que ahora deberían llamarse salas para personas mayores.

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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