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Tribuna:RELATOS DE VERANO
Tribuna
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Lento regreso a casa

Está claro que el amor me ha traumatizado. No sé si el primer amor o el segundo, o todos los amores que se han ido apoderando de mí, dejándome luego tan vacía. Quisiera saberlo, quién fue el culpable. Me pongo a pensar y concluyo siempre en el primer amor. Vuelvo siempre a él, no lo puedo evitar. Vuelvo a ese atardecer de verano, de regreso de la piscina del Club de Tenis, las calles aún llenas de calor, entre dos luces, la del sol decayendo y la de las farolas empezando a brillar.Por primera vez, caminaba acompañada, no de mis hermanos ni de mis amigas, sino de un chico dos años mayor que yo. Caminaba un poco mareada, como si el firme de la calzada no fuera nada firme, sino blando y ondulado. Las calles hasta mi casa, tantas veces recorridas a la ida y a la vuelta del Club de Tenis, no eran las calles de siempre. Aquí y allá surgían cosas distintas, detalles en los que no había reparado jamás. Me fijaba en los troncos de los árboles y me impresionaba la sensación de la corteza dura y agrietada. Miraba los ladrillos oscuros que formaban los muros de las casas y me asombraba que las hubieran construido así, ladrillo a ladrillo. Se me ocurrían cosas en las que nunca había pensado. Cosas pequeñas que repentinamente se habían engrandecido, como si yo ahora lo mirara todo con lupa.

Creo que era para no caerme sobre el firme sinuoso y blando, para mantener a raya el mareo y poder seguir andando junto al chico que iba a mi lado. Un chico a mi lado por primera vez en mi vida en aquel lento regreso a casa. Un chico enormemente importante para mí. Estaba siempre recostado sobre la pared desconchada que se levantaba a unos metros del extremo de la piscina, el extremo donde la piscina era más honda, ese extremo que me aterrorizaba. Nunca me aventuraba por allí. Todo lo más, pegada al borde. Siempre con la posibilidad de agarrarme al borde si alguien se tiraba a la piscina casi encima de mí o si alguien venía nadando a toda velocidad por detrás y me arrollaba. Tenía un miedo horrible, pero trataba de nadar porque todos los demás lo hacían. No todos los demás: los mejores, los más admirados. ¿Cuándo, cómo aprendieron a nadar?, me preguntaba yo, ¿al punto de la mañana, cuando la piscina estaba desierta, sólo para ellos, o a última hora de la tarde, antes de que el Club de Tenis cerrara sus puertas y sólo quedaban ellos, los nadadores sempiternos, dueños absolutos de la piscina y del recinto entero?

Nacho, el chico que me acompañaba aquel atardecer, se encontraba entre el reducido grupo de los grandes nadadores, los que llevaban bañador gastado, pegado a la piel, los que se movían por el Club de Tenis como si fuera una prolongación natural de sus casas, los que entraban y salían del agua como si la tierra -aún no había césped alrededor de la piscina, eran los años de la sequía eterna- y el agua fueran lo mismo para ellos, lo mismo de fácil. Yo no me lo acababa de creer, y por eso me sentía mareada, por eso no reconocía el camino de regreso a casa, tantas veces recorrido, por eso buscaba detalles que me orientaran y, sin embargo, los detalles aún me desconcertaban más, me hacían pensar que estaba dentro de un sueño.

Nacho hablaba, me contaba cosas que ahora no puedo recordar, quizá porque en aquel momento tampoco podía escucharle, porque mis cinco sentidos estaban concentrados en el esfuerzo por mantenerme en pie, por no caerme sobre el firme ondulado. Nacho hablaba y de repente me miraba de soslayo, como para corroborar que yo seguía estando ahí, aunque apenas pronunciara palabra. ¿Qué palabras hubiera podido pronunciar yo, qué cosas contar, si siempre había mirado a Nacho desde lejos, si jamás se me había pasado por la cabeza la idea de que alguna vez se dirigiera a mí para decirme algo? Sólo esa señal de su cabeza al saludarme si se cruzaba conmigo en la franja de baldosas que bordeaba la piscina. Una señal rápida, un gesto de la cabeza hacia arriba y hacia abajo, ni siquiera un susurro. Lo veía hablar con sus amigos, ¿de qué hablarán?, me preguntaba yo. Se reían, ¿de qué se reirán?, me preguntaba. Pero imaginaba que nunca lo sabría, que nunca accedería a sus conversaciones, que jamás estaría entre ellos, no sólo al lado de Nacho, lo que verdaderamente me parecía imposible y sólo se cumplía en sueños, sino al lado de cualquiera de sus amigos. Apenas me miraban al pasar, sólo ese gesto de la cabeza.

No sé bien lo que sucedió aquella tarde, por qué salí sola del Club de Tenis. Casi siempre salía con alguna amiga o con uno de mis hermanos. Quizá me demorase en el vestuario y la amiga o el hermano no me esperaran, no lo sé. Pero el caso fue que a la salida coincidí con Nacho y él también estaba solo. Me sonrió y me quedé asombrada, porque no había nadie a nuestro alrededor, de forma que aquella sonrisa era para mí, por mucho que me costara comprenderlo. Y después de la sonrisa salimos a la calle y empezamos a andar juntos como si los dos nos dirigiéramos al mismo lugar. Era mi camino y al parecer también el suyo. Empezó a hablar, a contarme cosas que no recuerdo y que seguramente no escuché, pero me hablaba a mí, porque de vez en cuando me miraba de soslayo y no había nadie más entre nosotros.

¿Se estará equivocando?, creo que me preguntaba yo. ¿Me estará confundiendo con otra?, ¿no se da cuenta de que no soy más que yo, esa chica a la que sólo saluda con un gesto silencioso? No se me ocurría nada que decirle y tampoco parecía que hiciera falta. Yo miraba hacia abajo y hacia los muros, tratando de convencerme de que estaba haciendo el trayecto de siempre, y cuanto más miraba, más extraño me parecía todo, más irreconocible, más irreal.

Faltaba ya muy poco para llegar a mi portal y yo no sabía qué iba a ocurrir entonces, si yo misma me detendría y diría adiós, si sería él quien se detendría. ¿Sabía Nacho que yo vivía en esa calle, que estábamos ya a sólo unos metros del portal de mi casa?

Llegamos a mi portal y los dos lo miramos un momento, pero seguimos andando hacia adelante, porque Nacho dijo que podíamos tomar un granizado de limón en los helados italianos y supongo que yo emití un débil sí asombrado e incrédulo, un sí casi inaudible, inundado de emoción.

Tomamos el granizado de limón junto a la barra de la heladería. No nos sentamos alrededor de una de las mesas de mármol. Alrededor de las mesas sólo se sentaban las señoras, la gente mayor. Yo sorbí el granizado de golpe y luego me fui bebiendo el agua helada de los cubos de hielo deshechos. Y hablé, le conté a Nacho mis planes de verano. Hablé de mi abuela y de mi tío soltero, tan guapo, tan seductor. Le hablé mucho de mi tío, quizá para transmitirle la idea de que a mí él no me importaba mucho, de que estaba deseando marcharme de viaje, de que toda mi ilusión se centraba allí, en los largos meses que iba a pasar en casa de la abuela, mi tío yendo y viniendo, haciéndonos bromas, del desorden que reinaba en la casa, repentinamente llena, todos los cuartos ocupados. Le hablé de la extraña ausencia de normas que durante el verano regía los días, aunque en realidad no se trataba de ausencia, sino de trastocamiento, y este trastocamiento no acababa de poderse definir. Exageré, desde luego, pero mientras hablaba me lo creía y creía que Nacho me estaba escuchando. Se reía, me miraba con los ojos brillantes. Terminamos los granizados y Nacho los pagó.

Echamos a andar en dirección a mi calle. Así que sabe que ésa era mi calle, me dije, que ése era mi portal.

Nos detuvimos. Nacho tenía las manos en los bolsillos del pantalón. Se balanceaba ligeramente. Dijo: -Nos vemos mañana.

Nos vemos mañana, repetí, mirándome en el espejo del ascensor, nos vemos mañana. ¿Era una cita?, ¿volveríamos, a la caída de la tarde, a salir juntos del Club de Tenis?, ¿volveríamos a los helados italianos a tomar un granizado de limón? O todo eso no había sido nada. Había sucedido porque sí, porque él estaba solo a la salida del Club de Tenis y había echado a andar a mi lado sin darle la menor importancia y luego me había invitado a un granizado de limón porque él tenía sed y yo estaba con él y tampoco eso tenía ninguna importancia. Como vernos mañana. Porque todos los días nos veíamos. No era una cita. Eran unas palabras que se dicen y que no significan más que eso. Era seguro que nos íbamos a ver.

Me pasé muchas horas de la noche preguntándomelo. Al fin, me quedé dormida, exhausta, sudorosa. Por la mañana tenía fiebre. No pude ir al Club de Tenis en tres días. Cuando volví, no estaba Nacho. No me había contado sus planes de verano. Quizá se había ido a alguna parte. Nadie me dijo nada. Sus amigos eran un grupo lejano. Algunos me saludaban con un leve gesto. Días después, iniciamos nosotros el veraneo, los casi tres meses pasados en casa de la abuela. Un mundo que no se parecía nada al del Club de Tenis. Una ciudad que no se parecía nada a la ciudad donde estaba el Club de Tenis, donde estaba, o había estado, Nacho, iluminando de lejos mis ojos, la piel oscura, el bañador gastado, los hombros ligeamente vencidos. Nunca pude saber si sus palabras significaban una cita o eran una simple fórmula. Esa duda se me filtró para siempre. Determinó todas mis historias de amor. Mis historias de amor, todas traumáticas y dolorosas, desde la primera hasta la última, la que aún me hace sufrir. No sé nunca si los hombres se me van a escapar y, antes de poderlo comprobar, me pongo enferma, y me escapo yo. Regreso a casa lentamente. Regreso sola.

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