La soprano española María Bayo se consagra en un desigual "Don Juan"
En un ambiente de máxima expectación -localidades agotadas, proyecciones al aire libre en pantalla gigante-, María Bayo vivió uno de los éxitos más importantes hasta ahora de su carrera al desarrollar el personaje de Zerlina en Don Juan. Fue una noche de mujeres. Karita Matilla y Barbara Frittoli desplegaron un canto elegante dentro de una representación bastante decepcionante, con una puesta en escena fallida de Luca Ronconi y una dirección musical simplemente correcta de Lorin Maazel.
Don Juan es una ópera de extrema dificultad, de alto riesgo en todos sus aspectos. En el Festival de Salzburgo apostaron por las estrellas y éstas no cuajaron del todo. La presión mayor venía, quizá, del apartado escénico. Suceder a Patrice Chéreau en esta ópera es mucha tela. Luca Ronconi pasó su propuesta en el paso del tiempo buscando ese lado permanente de la seducción y los sentimientos. En un ambiente de posguerra, próximo a las imágenes del neorrealismo, trenes, coches y relojes ilustraban el viaje del pulso de la vida, un continuo desplazamiento hacia un cosmos confuso.El tradicional dominio del espacio escénico de Ronconi -recuérdese el sensacional Viaje a Reims de Rossini, un hito de la dirección operística de los ochenta- y de las facetas teatrales a flor de piel con los actores, quedaron difuminados en una representación que se movió siempre al borde del naufragio, con un difícil equilibrio de las fuerzas puestas en juego. Los personajes van envejeciendo ante los ojos del espectador, pero, salvo en el caso de Zerlina, con escasa definición. Don Juan es más un chulo que un seductor, un individuo que aprovecha el poder para la ignominia y que acaba en una silla de ruedas sin perder su soberbia.
Dimitri Hvorostovsky no se hace con él, entre otras razones por falta de fuerza, de expresividad vocal, por sosería. Franz Hawlata no se queda a la zaga como Leporello en el proceso de indefinición, tocado con una gorra de jefe de estación que recuerda a un actor de opereta vienesa. Gran cantante de Strauss o Loewe, estuvo totalmente perdido en Mozart. Tampoco aportaron nada especial Bruce Ford, como don Octtavio; Robert Lloyd, como el comendador, o Detlef Roth como Masetto.
Se imponen las mujeres Impusieron su presencia, su personalidad, las mujeres. Doña Ana, con una salida fulgurante, llena de sexo y pasión -un hallazgo de Ronconi-, con una línea de canto desarrollada convincentemente por la soprano finlandesa Karita Mattila, aunque al final se va difuminando musical y escénicamente. Barbara Frittoli (doña Elvira) es una cantante de buen gusto -como se percibe de principio a fin en Mi tradi-, también de línea elegante como Mattila, con sonoridad atractiva, pulso teatral y tendencia al estatismo. María Bayo, en fin, hace de Zerlina un personaje ingenuo, bondadoso, vital. Comienza en traje de novia, aparece evidentemente embarazada al principio del segundo acto y acaba con tres hijos vestidos de domingo.
Zerlina evoluciona más que nadie y al final es la imagen de la esperanza. Bayo es precisa en la dicción, fértil en el estilo, cálida en el fraseo, chispeante en el aspecto teatral y, sobre todo, da vida, frescura, alegría y credibilidad a su personaje. Se consagró en Salzburgo arropada por un Lorin Maazel que la mimó hasta el delirio en todo momento, desde la exactitud de los semitonos hasta los ajustes milimétricos con los instrumentistas de la orquesta o los matices de emisión.
Maazel: se oyeron algunos silbidos aislados cuando saludó al final de la representación. Su dirección fue serena, profesional hasta la médula, correcta aunque sin gracia, en función siempre de servir a los tempos que necesitaban los cantantes. Se mostró como un gran concertador y dio una lección de humildad, de generosidad, de prescindir de la brillantez orquestal para facilitar una mayor comodidad a las voces. No es Mozart su plato fuerte, desde luego, pero no se le puede negar un oficio deslumbrante.
Los decorados de Margherita Palli fueron feos de solemnidad, pretenciosos, antipáticos. La luminotecnia de Konrad Lindenberg ayudó muy poco. Se quedó siempre plana, sin ideas. Los trajes de Marianne Glittenberg favorecieron especialmente a las mujeres.
Luca Ronconi tuvo una docena de detalles de sabiduría teatral, pero la propuesta global quedó desarticulada, arrítmica, en muchos casos gratuita, sin alma. La bronca con la que el público obsequió al final al equipo escénico fue monumental. Con ello, el Festival de Salzburgo ha quebrado su racha de acomodación en el éxito con que se estaba desarrollando hasta ahora.
La Filarmónica de Viena se adaptó como un guante a las propuestas de Lorin Maazel. No fue una noche de éxito delirante; tampoco una hecatombe, desde luego. Pero de Don Juan se espera más, mucho más en en este Festival de Salzburgo. Afortunadamente, hubo tres mujeres en escena a la altura del desafío.
Babelia
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