Un vecino
Es difícil no identificar la palabra vecino con alguien cuya cercanísima presencia simplemente toleras con educación, intentando evitar que se inmiscuya en tu vida o prejuzgue tu comportamiento cotidiano más de lo que el azar espacial ha dispuesto, y demostrando que el único deber que nos obliga con los demás es la aceptación de sus diferencias. La vecindad es un tratado de sociología y una escuela de aprendizaje de la naturaleza humana.La primera casa no familiar en la que viví en Madrid era un ático alegre y un poco cutre en la calle Martín de los Heros. Vivíamos varios amigos, teníamos todos alrededor de 20 años y aseguro que éramos personas respetables. Pero la vecina del segundo no lo veía así. Para ella era anormal toda "esa gente subiendo y bajando". Toda esa gente eran nuestros amigos. El delirio paranoide de la vecina del segundo fue en aumento: "Hasta negros", proclamó un día en alusión a Kati, negra y encantadora amiga. Lo de los negros debió de ser el colmo para la señora, pues comenzó a elaborar creativas teorías acerca de nosotros, que, en su cruzada por la defensa de la armonía ciudadana, comunicó a buena parte del barrio. Primero decidió que yo era prostituta (¡con todos los que subían y bajaban!) y que los dos chicos con los que vivía eran mis chulos (¡pobrecitos míos!). Me habría gustado que la vecina del segundo hubiera podido asistir a nuestras emocionantes e interminables sesiones de Trivial Pursuit, que por aquel entonces nos dio por ahí. Después, y en vista de que esa teoría no debió de parecerle suficientemente sórdida, fue añadiéndole detalles. También traficábamos con droga. Para apoyar su argumento se valió de un dato incontestable: esa bolsa de deportes con la que Emilio, mi compañero de piso, se iba a trabajar por las noches, cuando tenía guardia en el centro de niños disminuidos psíquicos y abandonados. Según la vecina del segundo, esa bolsa de deportes, en lugar de un libro, un cepillo de dientes y ropa para cambiarse por la mañana, iba llenita de droga, así en singular, que es como se refieren a los estupefacientes en general los que no tienen ni idea, la droga.
Emilio les quería y a los que estaban mejor les traía algunas tardes de sábado a merendar a casa. Yo los esperaba con Fanta y golosinas, poníamos música y bailábamos con ellos. Esos niños vivieron en el ático de Martín de los Heros algunos de los pocos momentos felices de su vida desgraciada. Pero la señora del segundo, con su aplastante lógica, dedujo que recibir a "esos mongólicos" sólo podía explicarse como abuso sexual. En fin, cuando ya no le quedaban atrocidades que achacarnos, alcanzó su culmen imaginativo y concluyó que en realidad eramos un grupo financiado por el Opus Dei, y que hacíamos fiestas y llevábamos pintas raras para "desacreditar a la democracia". Nos brindó muy buenos momentos, la vecina del segundo.
Después viví en una urbanización de la prolongación de Mirasierra, algo así como un quiero y no puedo que es muy bueno para la columna vertebral, porque los que viven allí por convicción se ponen muy tiesos, probablemente para que les resulte más fácil mirar por encima del hombro. Nuestros vecinos eran modelo pareja joven con niños, votante del PP, y darte una vuelta por allí era como ver un documental de La 2: "Apareamiento y cría en la meseta". Pues bien, lógicamente, no podíamos ser sino nosotras quienes pintarrajeaban el ascensor.
Ahora vivo en Chueca, un barrio en el que los vecinos van aprendiendo que los demás, aparenten lo que aparenten, pueden ser buena gente. Pero, sobre todo, he descubierto un placer desconocido: tener por vecino a un amigo. Lo mejor sería vivir lo más cerca posible de los amigos, comunidades de amigos con parecidos criterios de convivencia, que los barrios fueran grandes zonas de amistad. José Luis, mi amigo vecino, me llama por las mañanas y salimos a desayunar con los perros, Carlos y Lana, hacemos recados, comemos platos combinados en la Fuencarraleta, tomamos algo por las noches en la terraza de la plaza, donde Esther y Pedro se sacan unas pelillas, nos damos un timbrazo cuando sospechamos que el otro nos necesita, no nos lo damos cuando sabemos que es inoportuno. Es decir, subimos y bajamos; tanto, que ahora estamos juntos de vacaciones con los Siderales y nos llevaremos a Madrid el mar y los pinos mediterráneos para hacer mejores nuestras calles, para ponerlos allí. La señora del segundo no entendería esto. Por eso, si alguna vez José Luis no vive cerca de mí, sentiré mucha nostalgia de nuestra amistad vecina.
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