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Apocalipsis

FÉLIX BAYÓN He oído a la abogada Francisca Caracuel recordar cómo en su infancia veía pasar, capacho en mano, camino del viejo mercado, a celebridades cinematográficas como Mel Ferrer o Debborah Kerr. He escuchado a la escritora Ana María Mata contar cómo la guiaron en sus primeras lecturas Jean Cocteau o Edgar Neville, que visitaban todos los días el negocio de su familia: una pequeña pero prodigiosa librería que, de las que he conocido en mi vida, es, probablemente, la que guarda más títulos por metro cuadrado. Los del celuloide siguen atraídos por mi pueblo: el verano se estrenó con la llegada de Bruce Willis y de su joven -y presumiblemente oneroso- nuevo amor. También tenemos a Antonio Banderas. Pero en Málaga, Banderas no es una estrella: es, simplemente, el coleguilla legal, despierto y simpático que le va bien en la emigración y vuelve todos los años para contárnoslo. De aquella Marbella en la que los famosos iban capacho en mano sin que les persiguieran los fotógrafos ni los buscadores de autógrafos queda lo más glorioso: las casas escondidas de Nagüeles, Los Monteros o el Marbella Club que imitan modestos cortijos y que no exteriorizan ante los curiosos otro lujo que el de la lozanía de las buganvillas que se escapan sobre sus tapias. Construcciones propias de ingenuos tiempos en los que no había aún ningún chistoso que pudiera hacer fáciles juegos de palabras y llamara Marsella a Marbella. Nada que ver con ese museo de los horrores, de lo "ostentóreo", en que se va convirtiendo mi pueblo y cuyas muestras más significativas son, precisamente, las casas del sospechoso italiano Felice Cultrera, en la urbanización Casablanca; la del no menos sospechoso alcalde, en la avenida Ricardo Soriano, o la obra magna del también sospechoso ex teniente de alcalde, que, para mayor gloria de sus cuentas corrientes, ha conseguido convertir un bello pinar en un extenso catálogo de los efectos perversos que para la estética tiene el dinero ganado con rapidez y excesiva facilidad. No es raro que en estas circunstancias una de las profesiones con más futuro en mi pueblo sea la de cirujano estético. El bisturí trata, en vano, de hacer milagros y no repara en ideologías: de sus remiendos y contrahechuras se ven huellas no sólo en los aledaños del GIL, sino también en los del PP o en los del PSOE. Si dentro del Ayuntamiento sus responsables se preocuparan de algo que no fuera de hacer acopios para cuando tengan que abandonar el poder, seguro que a alguien se le habría ocurrido ya incluir la fórmula de la silicona en el escudo de armas de Marbella. Tanto lustre, para acabar practicando la principal afición estival de mi pueblo: la caridad con lentejuelas ejercida bajo el principio de que la mano izquierda ha de enterarse de inmediato de lo que hace la mano derecha, aunque para ello sea necesario llamar a la prensa del corazón. Bronceados y candorosos, nadie parece temer al eclipse, de reputación apocalíptica, del próximo miércoles. Quizá sea porque no resulta demasiado verosímil que el fin del mundo se produzca en pleno agosto, o quizá, simplemente, porque en mi pueblo el apocalipsis comenzó en 1991 y las trompetas del último juicio fueron sustituidas por grúas.

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